Mi hijo volvió a casa después del divorcio: ¿volverá a sonreír algún día?

—¿Por qué la vida tiene que ser tan injusta, mamá? —me preguntó Julián, con la voz rota y los ojos hinchados de tanto llorar. Era la tercera noche seguida que lo encontraba sentado en la mesa de la cocina, mirando el mate frío y sin tocar el pan dulce que le había dejado.

No supe qué responderle. Yo también me sentía derrotada, aunque intentaba mantenerme fuerte por él. Desde que Julián volvió a casa después de su divorcio con Mariana, nuestro pequeño departamento en el centro de Rosario se llenó de un silencio pesado, de esos que duelen más que cualquier grito.

Julián había sido siempre mi orgullo: trabajador, buen padre, esposo dedicado. Pero todo eso se desmoronó cuando Mariana le pidió el divorcio. No hubo infidelidad ni violencia, solo un desgaste silencioso, una distancia que creció hasta volverse insalvable. Mariana se quedó con la casa y la custodia de los chicos. Julián solo podía verlos los fines de semana, y a veces ni eso, porque los chicos preferían quedarse con su madre o tenían actividades escolares.

La primera noche que volvió a casa, lo vi tan flaco y desmejorado que apenas lo reconocí. Traía una valija vieja y una bolsa con ropa arrugada. Se sentó en el sillón y no dijo nada durante horas. Yo preparé milanesas con puré, su comida favorita desde chico, pero apenas probó bocado.

—No te preocupes, ma —me dijo en voz baja—. Es solo por un tiempo.

Pero los días se hicieron semanas y las semanas meses. Julián no encontraba trabajo estable; la empresa donde estaba había cerrado por la crisis. Yo seguía trabajando como secretaria en una clínica, pero el sueldo apenas alcanzaba para pagar el alquiler y los gastos básicos. A veces me preguntaba cómo habíamos llegado a esto.

Las discusiones empezaron pronto. No por cosas importantes, sino por detalles: la ropa tirada en el baño, los platos sin lavar, el televisor encendido hasta tarde. Pero detrás de cada reproche había algo más profundo: el dolor de ver a mi hijo derrotado, la impotencia de no poder ayudarlo más que con palabras vacías.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché que Julián hablaba por teléfono en el balcón.

—No puedo más, Leo —le decía a su amigo—. Siento que todo lo que hago sale mal. Los chicos ya no me necesitan… Mariana está mejor sin mí…

Me dolió escucharlo así. Quise salir y abrazarlo, decirle que todo iba a mejorar, pero me quedé quieta, con las manos mojadas y el corazón apretado.

A veces venía mi hermana Marta a visitarnos. Ella intentaba animar a Julián con chistes o anécdotas del barrio.

—¡Vamos, che! —le decía—. No sos el primero ni el último que pasa por esto. Mirá a Ricardo, el hijo de Norma: se divorció dos veces y ahora está feliz con una chica de Entre Ríos.

Julián sonreía apenas, pero yo veía en sus ojos que no le creía.

Los fines de semana eran los peores. Julián esperaba ansioso la llegada de sus hijos, pero muchas veces Mariana llamaba para cancelar a último momento.

—Lo siento, Julián —decía ella por teléfono—. Lucía tiene fiebre y Tomás tiene un partido de fútbol.

Después de cada llamada frustrada, Julián se encerraba en su cuarto y yo escuchaba cómo lloraba en silencio. Una noche entré sin tocar y lo encontré mirando fotos viejas en su celular: los chicos en la plaza, Mariana sonriendo, él abrazándolos a todos.

—¿Te acordás cuando fuimos al río? —me preguntó mostrando una foto—. Pensé que íbamos a ser felices para siempre.

No supe qué decirle. Solo lo abracé fuerte y lloramos juntos.

Con el tiempo, empecé a notar pequeños cambios. Julián empezó a salir a caminar por el parque Independencia; a veces volvía con pan casero o facturas para el mate. Un día me sorprendió cocinando empanadas; otra tarde trajo una planta para el balcón.

—Quiero intentar algo nuevo —me dijo—. No puedo quedarme esperando que todo cambie solo.

Empezó a ir a un grupo de apoyo para padres separados en la parroquia del barrio. Volvía contando historias de otros hombres que habían pasado por lo mismo: uno perdió todo y empezó de cero vendiendo tortas; otro logró reconstruir la relación con sus hijos después de años de distancia.

Poco a poco, Julián fue recuperando algo de esperanza. Consiguió un trabajo como repartidor en una pizzería; no era lo que soñaba, pero al menos le daba cierta independencia. Empezó a ahorrar para alquilar un pequeño departamento cerca del colegio de sus hijos.

Una noche, mientras cenábamos juntos mirando las noticias del país —siempre malas noticias: inflación, desempleo, inseguridad— Julián me miró y dijo:

—Gracias por bancarme todo este tiempo, ma. No sé qué habría hecho sin vos.

Sentí una mezcla de orgullo y tristeza. Quería verlo feliz, pero sabía que el camino sería largo y difícil.

A veces todavía lo veo triste, sobre todo cuando pasa días sin ver a sus hijos o cuando Mariana le pone trabas para visitarlos. Pero también lo veo luchar cada día por salir adelante, por reconstruirse desde las ruinas.

Ahora me pregunto si algún día volverá a sonreír como antes, si podrá perdonarse y volver a confiar en la vida. ¿Será posible volver a empezar después de perderlo todo? ¿Cuántas madres estarán pasando por lo mismo en este país donde todo parece tan cuesta arriba?

¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede volver a ser feliz después de una caída tan grande? Yo todavía tengo esperanza.