¿En qué momento mi hijo dejó de verme como su madre?

—Mamá, ¿puedes venir el sábado a limpiar el departamento? Camila y yo estamos muy ocupados… Obviamente, te pagaremos lo justo.

Sentí que el mundo se detenía. Sebastián, mi hijo, mi niño de ojos grandes y sonrisa traviesa, me hablaba como si yo fuera una extraña. Como si los años de desvelos, de luchas y sacrificios, no significaran nada. ¿En qué momento dejé de ser su madre para convertirme en una empleada más?

No supe qué responderle. Me quedé en silencio, apretando el teléfono con tanta fuerza que sentí que mis dedos se entumecían. Al otro lado de la línea, Sebastián esperaba. Podía escuchar el murmullo de la televisión y la voz de Camila diciendo algo en voz baja. Siempre fue así: Camila nunca me aceptó del todo. Desde que llegó a la familia, sentí que algo se rompía entre mi hijo y yo.

—¿Mamá? —insistió Sebastián—. Si no puedes, no pasa nada…

—Claro, hijo —respondí finalmente, tragándome el orgullo—. El sábado estoy allá.

Colgué y me quedé mirando la pared descascarada de mi cocina. El reloj marcaba las seis de la tarde y afuera llovía con fuerza sobre las calles de Medellín. Recordé cuando Sebastián era pequeño y corría bajo la lluvia, saltando charcos y riendo a carcajadas. ¿En qué momento se volvió tan distante?

Esa noche no pude dormir. Pensé en mi esposo, Julián, que murió hace cinco años. Él siempre decía que los hijos son prestados, que un día abren las alas y vuelan lejos. Pero yo nunca imaginé que volarían tan lejos del corazón.

El sábado llegué temprano al apartamento de Sebastián y Camila. El edificio era moderno, con portero y cámaras en cada esquina. Toqué el timbre y Camila abrió la puerta con una sonrisa forzada.

—Hola, señora Marta —dijo, sin mirarme a los ojos—. Pase.

Entré sintiéndome pequeña, fuera de lugar. Sebastián estaba en la sala con su laptop, apenas levantó la vista para saludarme.

—Mamá, gracias por venir —dijo rápido—. Hay mucho polvo en el balcón y la cocina está hecha un desastre…

Asentí en silencio y me puse a trabajar. Mientras fregaba los platos y barría el piso, escuchaba las risas de Camila hablando por teléfono con su madre. «Sí, ya está aquí… sí, la señora Marta», decía con ese tono frío que siempre usaba conmigo.

Recordé las veces que le preparé a Sebastián su sopa favorita cuando estaba enfermo, las noches sin dormir esperando que llegara sano y salvo después de una fiesta. Ahora estaba aquí, limpiando su casa como si fuera una extraña.

Al terminar, Sebastián se acercó con un sobre en la mano.

—Aquí está lo acordado —dijo, evitando mi mirada.

Tomé el sobre con manos temblorosas. Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Eso valía mi amor de madre? ¿Unos billetes dentro de un sobre?

—Sebastián —dije al fin—, ¿de verdad crees que necesito esto?

Él se quedó callado unos segundos.

—Mamá… no es por eso. Es solo que… Camila prefiere así las cosas. No quiere deberle favores a nadie.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Tú también piensas así?

Sebastián bajó la cabeza.

—No lo sé, mamá. Solo quiero evitar problemas.

Sentí que algo dentro de mí se rompía definitivamente. Salí del apartamento sin mirar atrás. Afuera seguía lloviendo y las gotas caían pesadas sobre mi paraguas viejo.

Esa noche lloré como hacía años no lo hacía. Pensé en llamar a Sebastián para decirle cuánto me dolía todo esto, pero no tuve fuerzas. ¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en extraños?

Los días pasaron lentos. Mi hermana Lucía vino a visitarme y le conté lo sucedido.

—No te dejes humillar así, Marta —me dijo—. Los hijos deben respetar a sus madres. No eres una empleada.

Pero yo solo quería entender en qué fallé. ¿Fue por no aceptar a Camila desde el principio? ¿Por ser demasiado protectora con Sebastián? ¿O simplemente porque la vida cambia y los hijos hacen su propio camino?

Una tarde recibí un mensaje de Sebastián: «Mamá, ¿puedes venir otra vez el próximo sábado? Te pagamos más».

No respondí de inmediato. Me senté frente a la ventana viendo cómo el sol caía sobre los cerros de Medellín. Pensé en todas las madres que conozco: doña Rosa que crio sola a sus tres hijos; mi vecina Teresa que apenas ve a su hija porque vive en Estados Unidos; mi amiga Gloria que cuida a sus nietos porque su hija no puede con todo.

¿Será que todas pasamos por esto? ¿Que llega un momento en que dejamos de ser indispensables para convertirnos en un estorbo o en una ayuda pagada?

Esa noche llamé a Sebastián.

—Hijo —le dije—, no puedo seguir haciendo esto. No quiero dinero por limpiar tu casa. Si necesitas ayuda como hijo, aquí estoy; pero si buscas una empleada, busca a otra persona.

Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.

—Mamá… perdón —susurró Sebastián—. No sé cómo arreglar esto.

—Empieza por recordarme como tu madre —le respondí—. No como alguien a quien le pagas por estar cerca.

Colgué sintiendo una mezcla de alivio y tristeza. Tal vez había perdido algo irrecuperable entre nosotros, pero también sentí que debía poner límites para no perderme a mí misma.

Ahora me pregunto: ¿cuándo es momento de decir basta? ¿Hasta dónde debemos llegar las madres para mantener unida a la familia? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?