Treinta años después: el eco de una casa vacía
—¿Por qué no vienes a vernos, Lucía? —mi voz tembló al otro lado del teléfono, mientras apretaba el auricular con manos que ya no tienen la fuerza de antes.
—Mamá, estoy ocupada. Tengo que llevar a los niños al colegio y luego trabajar. Llámame otro día, ¿sí? —me respondió mi hija mayor, con ese tono seco que se ha vuelto costumbre.
Colgué y sentí el peso de la casa sobre mis hombros. Treinta años atrás, esta misma sala estaba llena de risas, gritos y peleas infantiles. Ahora, solo escucho el tic-tac del reloj y el zumbido lejano del tráfico limeño.
Me llamo Rosa María y tengo 67 años. Mi esposo, Don Ernesto, está postrado en cama desde hace dos años por un derrame cerebral. Yo lo cuido día y noche, cambiándole los pañales, dándole de comer, limpiando su cuerpo con la ternura que me queda. Pero cada día siento que me apago un poco más.
Tuvimos cinco hijos: Lucía, Patricia, Javier, Martín y Diego. Los crié entre ollas de arroz con lentejas y uniformes escolares remendados. Trabajé limpiando casas ajenas mientras Ernesto manejaba un taxi por las calles de Lima. Nunca nos alcanzaba el dinero, pero siempre había un plato de sopa caliente y un abrazo para cada uno.
Recuerdo cuando Lucía se enfermó de neumonía y pasé tres noches sin dormir, sentada a su lado en el hospital Dos de Mayo. O cuando Javier se metió en problemas con unos chicos del barrio y fui yo quien enfrentó a sus padres para defenderlo. ¿Dónde están ahora esos niños que juraban nunca dejar sola a su madre?
Patricia vive en Arequipa desde hace cinco años. Rara vez llama. Cuando lo hace, es solo para contarme lo bien que le va en su nuevo trabajo o para preguntarme si puedo enviarle la receta del ají de gallina. Nunca pregunta por su padre. Nunca pregunta cómo estoy yo.
Martín y Diego apenas contestan mis mensajes. Martín dice que está «muy ocupado» con su taller mecánico y sus tres hijos revoltosos. Diego se fue a Chile buscando mejores oportunidades y desde entonces solo manda audios cortos por WhatsApp: «Hola, ma’, todo bien por acá». Ni una palabra más.
Javier vive aquí en Lima, pero parece que la ciudad es demasiado grande para cruzarla y venir a vernos. La última vez que vino fue hace seis meses, cuando necesitaba dinero para pagar una deuda. Le di lo poco que tenía guardado para emergencias. Desde entonces, silencio.
A veces me pregunto si hice algo mal. ¿Fui demasiado dura? ¿Les exigí demasiado? ¿O simplemente la vida moderna los ha vuelto egoístas?
El otro día, mientras cambiaba las sábanas de Ernesto, él me miró con esos ojos tristes que ya no pueden hablar y apretó mi mano. Sentí que me pedía perdón por no poder ayudarme más. Lloré en silencio para que no me viera débil.
Una vecina, Doña Carmen, vino a visitarme la semana pasada. Me trajo pan recién horneado y un poco de queso fresco.
—Rosa María, ¿por qué no le pides ayuda a tus hijos? —me preguntó mientras tomábamos café.
—Ya lo he hecho —le respondí—. Pero parece que tienen otras prioridades.
Ella suspiró y me contó que no soy la única. Que muchas madres del barrio están pasando por lo mismo: hijos que se fueron lejos, nietos que apenas conocen, llamadas que nunca llegan.
A veces pienso en vender la casa e irme a vivir a un asilo. Pero luego veo a Ernesto y sé que no podría dejarlo solo. Él fue mi compañero durante toda una vida; juntos enfrentamos terremotos, crisis económicas y hasta la muerte de mi madre. No puedo abandonarlo ahora.
Las noches son las peores. Cuando todo está en silencio, los recuerdos me atacan como fantasmas: las fiestas de cumpleaños con piñata y gelatina; los domingos en la playa de Ancón; las peleas por quién lavaba los platos; las promesas de amor eterno entre madre e hijos.
Un día llamé a Lucía llorando. Le dije que necesitaba verla, aunque fuera solo un rato.
—Mamá, no puedo estar pendiente de ti todo el tiempo —me respondió—. Ya soy adulta, tengo mi propia vida.
Sentí como si me arrancaran el corazón del pecho. ¿Eso es lo que significa ser madre? ¿Dar todo hasta quedarse vacía y luego ser olvidada?
He intentado acercarme a mis nietos por videollamada, pero apenas me reconocen. «¿Quién es esa señora?», preguntó uno de ellos la última vez.
A veces pienso en escribirles una carta a cada uno de mis hijos. Contarles todo lo que siento: el dolor, la soledad, el miedo al futuro. Pero luego me detengo. ¿Para qué? ¿Acaso les importaría?
Hoy amaneció lloviendo en Lima. El cielo gris parece reflejar mi ánimo. Me senté junto a la ventana con una taza de té caliente y miré cómo las gotas resbalaban por el vidrio.
Me pregunto si algún día mis hijos entenderán todo lo que hice por ellos. Si alguna vez sentirán el vacío que dejaron en esta casa y en mi corazón.
¿Será que en esta vida moderna hemos olvidado lo más importante? ¿O simplemente así es el destino de las madres en nuestro país?
¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por los hijos si al final uno termina solo?