Entre Dos Hogares: El Precio de la Doble Vida

—¿Hasta cuándo vas a seguir con esto, Mauricio? —me preguntó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y rabia contenida. El reloj marcaba las dos de la madrugada y el silencio del barrio en Ciudad de México parecía amplificar cada palabra, cada suspiro, cada mentira que había dicho durante años.

No supe qué responderle. Me quedé mirando el suelo, sintiendo el peso de mis dos vidas aplastándome el pecho. Afuera, los perros ladraban y un camión pasaba lento por la avenida. Adentro, mi mundo se desmoronaba.

Todo comenzó hace quince años, cuando era un estudiante de ingeniería en la UNAM. Me enamoré perdidamente de Mariana, mi compañera de clase. Era la típica historia de amor universitario: tardes en la biblioteca, cafés baratos en Coyoacán, promesas de nunca separarnos. Nos casamos jóvenes, llenos de sueños y sin un peso en la bolsa. Pronto llegaron nuestros hijos: Emiliano y Valeria. La vida era difícil pero sencilla, hasta que la rutina y las deudas empezaron a desgastar lo que habíamos construido.

Fue entonces cuando conocí a Lucía. Trabajaba conmigo en la empresa de telecomunicaciones donde conseguí mi primer empleo serio. Ella era todo lo contrario a Mariana: extrovertida, ambiciosa, con una risa contagiosa que me hacía olvidar mis problemas. Al principio, solo éramos amigos. Pero una noche, después de una junta interminable y unas cervezas en la Roma, nos besamos. Ese beso fue el principio del fin.

No planeé tener dos familias. Simplemente sucedió. Lucía quedó embarazada y, por miedo a perderla —y a perderme—, decidí asumir mi responsabilidad. Renté un pequeño departamento para ella en Iztacalco y empecé a dividir mi tiempo entre mis dos hogares. A Mariana le decía que tenía que trabajar horas extras; a Lucía le prometía que pronto dejaría a mi esposa.

Los años pasaron y la mentira creció como una sombra sobre mi vida. Mis hijos con Mariana crecieron sin saber nada; Lucía me dio una hija, Camila, que heredó su sonrisa y sus ojos grandes. Vivía con el corazón partido: los domingos familiares en casa de Mariana, los cumpleaños secretos con Lucía y Camila, las navidades inventando excusas para no estar en ningún lado.

—¿Por qué no puedes decidirte? —insistió Lucía esa noche—. ¿Acaso no te importa nuestra hija? ¿O solo soy tu escape?

Sentí un nudo en la garganta. La verdad era que sí las amaba a ambas, pero de formas distintas. Mariana era mi refugio, la madre de mis hijos, mi compañera de toda la vida. Lucía era mi pasión, mi segunda oportunidad, la chispa que me recordaba que aún estaba vivo. Pero ya no podía seguir así.

Mi madre siempre decía: «El que mucho abarca, poco aprieta». Y yo estaba perdiendo todo por querer tenerlo todo.

Una tarde cualquiera, mientras esperaba a Camila afuera de su escuela primaria, vi cómo salía corriendo hacia mí con su mochila rosa y una sonrisa enorme. Sentí una punzada de culpa tan fuerte que casi me doblé sobre mí mismo. ¿Qué derecho tenía yo a robarle una familia completa? ¿A condenarla a ser siempre «la hija secreta»?

Esa noche llegué tarde a casa de Mariana. Ella me esperaba sentada en la sala, con los brazos cruzados y una mirada que me atravesó como un cuchillo.

—¿Dónde estabas? —preguntó sin rodeos.

—En el trabajo —mentí por costumbre.

—Mauricio… —su voz tembló—. Ya no puedo más con esto. Sé que algo pasa desde hace años. No soy tonta.

El silencio se hizo eterno. Sentí que el aire se volvía denso, irrespirable.

—¿Tienes otra familia? —susurró finalmente.

No pude negarlo más. Asentí con la cabeza y vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Emiliano entró justo en ese momento y nos miró confundido.

—¿Qué pasa?

Mariana se levantó y se encerró en el baño. Yo me quedé ahí parado, sintiéndome el peor ser humano del mundo.

Los días siguientes fueron un infierno. Mariana no quería verme; Emiliano me odiaba; Valeria lloraba todas las noches preguntando si papá se iba a ir para siempre. En casa de Lucía las cosas no eran mejores: ella estaba harta de esperar y Camila empezaba a notar que su papá no era como los demás papás del colegio.

Intenté arreglarlo todo: propuse terapia familiar, ofrecí mudarme solo para no lastimar más a nadie, pero ya era tarde. Las palabras no podían reparar años de mentiras.

Una tarde lluviosa recibí una llamada de mi padre desde Puebla:

—Mauricio, tu mamá está muy enferma. Ven cuanto antes.

Viajé esa misma noche. En el hospital, mi madre apenas podía hablar pero me tomó la mano con fuerza.

—Hijo… no te olvides de lo importante: la familia es lo único que tenemos al final —susurró antes de quedarse dormida.

Sus palabras me persiguieron durante semanas. ¿Qué familia? ¿La que destruí por egoísmo? ¿La que construí sobre mentiras?

Finalmente tomé una decisión: debía ser honesto con todos, aunque eso significara quedarme solo.

Reuní a Mariana y a Lucía —por separado— y les conté toda la verdad: mis miedos, mis errores, mi incapacidad para elegir porque amaba a ambas familias pero no podía seguir lastimándolas más.

Mariana decidió separarse legalmente y mudarse con los niños a Querétaro para empezar de nuevo cerca de su hermana. Lucía aceptó que nunca podría confiar plenamente en mí y me pidió espacio para criar a Camila sin mis ausencias constantes.

Ahora vivo solo en un pequeño departamento en la Narvarte. Veo a mis hijos los fines de semana alternados; hablo con Camila por videollamada cada noche antes de dormir. A veces siento que perdí todo; otras veces creo que finalmente hice lo correcto.

Me pregunto si algún día podré perdonarme por el daño causado o si este vacío será mi castigo eterno.

¿Ustedes creen que uno puede reconstruir su vida después de destruir lo más sagrado? ¿O hay errores que simplemente no tienen redención?