Promesas Rotos en la Calle Bolívar
—No tengo madre —me dijo Samuel, sin mirarme a los ojos, mientras recogía su mochila del suelo polvoriento de la calle Bolívar. El sol caía a plomo sobre los techos de lámina y el bullicio del mercado parecía burlarse de mi silencio. Me quedé inmóvil, con las manos temblorosas y el corazón hecho un nudo. ¿Cómo se responde a eso? ¿Cómo se enfrenta una verdad tan brutal cuando eres tú la que la provocó?
Recuerdo el día que me fui como si fuera ayer. Samuel tenía apenas cuatro años y yo, Mariana, apenas veintisiete. Su papá, Julián, nos había dejado meses antes, llevándose consigo la poca estabilidad que teníamos. La casa se llenó de deudas y silencios. Mi madre, Doña Rosa, me ayudaba como podía, pero la comida no alcanzaba y las cuentas se apilaban en la mesa. Una tarde, entre lágrimas y promesas rotas, tomé la decisión que me perseguiría toda la vida: irme a Chile a trabajar de empleada doméstica. «Es por Samuel», me repetía, como si eso justificara dejarlo atrás.
—¿Por qué te vas, mamá? —me preguntó él, abrazando mi pierna con fuerza.
—Voy a buscar trabajo para que nunca te falte nada —le mentí, besando su frente sudorosa.
Pero lo que le faltó fue a mí: su risa, sus preguntas interminables, sus abrazos nocturnos. Los años pasaron entre llamadas cortas y remesas enviadas cada quincena. Mi madre le enseñó a leer, a rezar y a defenderse en un barrio donde los niños crecen rápido o no crecen del todo. Yo me perdí sus cumpleaños, sus caídas en bicicleta y hasta su primer diente flojo.
A veces Samuel me llamaba llorando:
—Mamá, ¿cuándo vuelves?
—Pronto, mi amor. Pronto —le respondía, tragándome el llanto en un baño ajeno de Santiago.
Pero el pronto nunca llegaba. El trabajo era duro y mal pagado; los patrones cambiaban como las estaciones. A veces dormía en un colchón en el suelo, soñando con el olor del café de mi madre y el sonido de los cohetes en las fiestas del pueblo. Me prometía volver apenas ahorrara lo suficiente para abrir una tiendita y no depender de nadie más.
Un día recibí una llamada de mi hermana:
—Samuel ya no pregunta por ti. Dice que no tiene mamá.
Sentí que el mundo se me venía encima. ¿En qué momento mi hijo dejó de necesitarme? ¿O acaso nunca me necesitó realmente?
Regresé después de siete años, con una maleta llena de regalos y un corazón lleno de miedo. La casa estaba igual: las paredes descascaradas, el patio lleno de gallinas y la foto vieja de Julián en la sala. Doña Rosa me abrazó fuerte, pero Samuel apenas me miró.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó seco.
—Vine a verte… a quedarme si me dejas —le dije, buscando en sus ojos al niño que dejé.
—No hace falta —respondió él, dándose media vuelta.
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Intenté acercarme: cociné sus comidas favoritas, le compré ropa nueva, hasta le llevé al cine del centro. Pero Samuel era un muro. Hablaba poco y cuando lo hacía era para recordarme mi ausencia:
—¿Sabías que abuela fue la que estuvo conmigo cuando tuve fiebre? ¿Sabías que ella fue la que fue a mi graduación?
Me dolía escucharlo, pero tenía razón. Yo no estuve. Y aunque intentaba explicarle mis razones —la pobreza, la necesidad— él solo veía una madre ausente.
Una tarde lo escuché discutir con mi madre:
—¡No quiero verla! Ella no es mi familia.
—Samuel, es tu madre…
—¡No! Mi madre eres tú —gritó él antes de encerrarse en su cuarto.
Me senté en el patio y lloré como nunca antes. Doña Rosa se acercó y me tomó la mano:
—No lo juzgues. Los niños sienten más de lo que dicen. Dale tiempo.
Pero el tiempo era lo único que yo no tenía. Había perdido demasiados años ya.
Una noche encontré a Samuel sentado en el techo mirando las estrellas. Me senté a su lado en silencio.
—¿Por qué te fuiste? —me preguntó sin mirarme.
—Porque tenía miedo… miedo de no poder darte nada… miedo de fallarte —le confesé con la voz rota.
Él suspiró largo:
—Lo único que necesitaba eras tú.
No supe qué decirle. Solo lo abracé y sentí cómo temblaba bajo mis brazos. No sé si algún día podrá perdonarme, pero sé que debo intentarlo todos los días.
Ahora camino por la calle Bolívar cada mañana esperando verlo regresar de la escuela. A veces me saluda con un gesto tímido; otras veces pasa de largo. Pero sigo aquí, esperando que algún día entienda que todo lo hice por amor… aunque ese amor haya llegado tarde.
¿Será posible reconstruir lo que se rompió? ¿O hay heridas que ni el tiempo ni las palabras pueden sanar? ¿Ustedes qué piensan?