Ella no volvió… porque ya no podía
—¿Lucía? —mi voz rebotó en las paredes como un eco hueco, sin respuesta. Cerré la puerta con suavidad, como si temiera despertar algo dormido en el aire. Eran las seis y media de la tarde, una hora en la que normalmente el departamento olía a arroz con pollo y el bullicio de la televisión llenaba el silencio. Pero esa tarde, nada. Ni el aroma, ni el bullicio, ni siquiera el susurro de sus pasos.
Dejé la maleta junto a la entrada y recorrí el pasillo. El reloj de la cocina marcaba las seis treinta y dos. La mesa estaba puesta, pero sin comida. El mantel tenía una mancha de café que Lucía siempre decía que iba a lavar “mañana”. Me asomé al dormitorio: la cama tendida, su bata colgada en la puerta. En el baño, las toallas perfectamente dobladas. Abrí la nevera: los tuppers alineados, como soldados en formación, pero todos vacíos.
—¿Lucía? —repetí, esta vez más bajo, como si temiera que alguien me escuchara desde el otro lado de la ciudad.
No estaba. No había nota, ni mensaje en el celular. Solo ese silencio denso, casi pegajoso, que se metía entre los huesos. Me senté en el borde de la cama y sentí que algo dentro de mí se rompía despacio.
Recordé la última vez que discutimos. Fue por una tontería: yo había olvidado comprar pan y ella se molestó porque decía que siempre tenía que recordarme todo. “No es por el pan, es porque siento que no me escuchas”, me dijo con los ojos llenos de lágrimas. Yo solo atiné a abrazarla y prometerle que iba a cambiar. Pero nunca pensé que ese sería nuestro último abrazo.
Esa noche no dormí. Caminé por el departamento como un fantasma, tocando sus cosas, oliendo su perfume en las almohadas, buscando alguna señal de adónde se había ido o por qué. Llamé a su hermana, a su mejor amiga, incluso a su mamá en Mendoza. Nadie sabía nada.
Al día siguiente fui a la comisaría. El oficial me miró con cara de cansancio y me preguntó si habíamos peleado. Le dije que sí, pero que no era para tanto. Me preguntó si ella tenía problemas de depresión o ansiedad. Le dije que a veces se ponía triste, pero ¿quién no? Me pidió una foto y me dijo que esperara noticias.
Los días pasaron lentos, pesados. El trabajo dejó de importarme. Mis compañeros me miraban con lástima y me ofrecían café o palabras vacías: “Ya va a aparecer”, “Seguro está con una amiga”. Pero yo sabía que algo estaba mal. Lo sentía en el pecho, como una piedra fría.
Una tarde, mientras revisaba su cajón de ropa interior buscando alguna pista, encontré una carta doblada en cuatro. Reconocí su letra pequeña y apretada:
“Si estás leyendo esto es porque ya no estoy ahí para explicártelo en persona. No es tu culpa, ni la mía. Simplemente me cansé de esperar a sentirme mejor. Te juro que lo intenté, pero hay días en los que el dolor pesa más que cualquier promesa o abrazo. No quiero que me busques ni que te culpes. Solo quiero que recuerdes los momentos felices y que sigas adelante.”
El papel temblaba entre mis manos. Sentí rabia, tristeza, culpa… todo junto como una ola gigante arrasando con mi pecho.
Esa noche llamé a su mamá otra vez. Lloramos juntos por teléfono durante horas. Me contó cosas que yo no sabía: que Lucía había tenido episodios de depresión desde adolescente, que a veces desaparecía por días cuando vivía en San Juan, que siempre volvía pero cada vez más cansada.
—Yo pensé que contigo iba a estar mejor —me dijo entre sollozos—. Pero hay heridas que uno no puede curar desde afuera.
La noticia llegó una semana después: encontraron su cuerpo cerca del río Mendoza. Había dejado sus documentos y su celular en la orilla. Nadie supo exactamente qué pasó en sus últimos minutos.
El velorio fue pequeño y silencioso. Su hermana me abrazó fuerte y me dijo al oído: “No es tu culpa”. Pero yo sentía que sí lo era. Que si hubiera escuchado más, si hubiera estado menos ocupado con el trabajo, si hubiera notado las señales… tal vez Lucía seguiría aquí.
Los días siguientes fueron un infierno: preguntas sin respuesta, recuerdos afilados como cuchillos, el departamento convertido en un mausoleo de cosas suyas. La gente dejó de llamar poco a poco; solo quedamos yo y el eco de su ausencia.
Un domingo cualquiera decidí salir a caminar por el parque donde solíamos ir juntos los sábados por la tarde. Me senté en nuestro banco favorito y vi pasar a las familias, las parejas jóvenes, los niños corriendo detrás de una pelota vieja. Sentí una punzada de celos por su alegría sencilla.
Una señora mayor se sentó a mi lado y me preguntó si estaba bien. Le conté mi historia sin saber por qué; tal vez porque necesitaba decirlo en voz alta para creerlo yo mismo.
—A veces uno ama con todo el corazón —me dijo ella— pero eso no alcanza para salvar a alguien del dolor propio.
Volví a casa esa noche sintiéndome un poco más liviano. Empecé a ir al grupo de apoyo para personas en duelo del hospital público del barrio. Escuché historias parecidas a la mía: madres que perdieron hijos, esposos que perdieron esposas, amigos inseparables separados por la muerte o la distancia.
Aprendí a vivir con la ausencia de Lucía como quien aprende a caminar con una herida abierta: despacio, con cuidado, sabiendo que nunca va a dejar de doler del todo.
Hoy han pasado dos años desde aquella tarde silenciosa. A veces todavía espero escuchar su voz cuando abro la puerta o encontrar un mensaje suyo en el celular. Pero también aprendí a recordar los momentos felices sin sentir culpa.
Me pregunto cuántas personas viven rodeadas de gente pero igual se sienten solas por dentro; cuántos Lucías hay allá afuera esperando una palabra amable o un abrazo sincero antes de rendirse del todo.
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez esa ausencia tan fuerte que parece llenar todos los rincones? ¿Qué harían diferente si pudieran volver atrás?