Volví a casa, pero ya no tengo hogar: el precio invisible de los sueños ajenos

—¿Hasta cuándo vas a quedarte, mamá? —La voz de mi hija, Lucía, retumba en la cocina como un eco frío. Me detengo, cuchara en mano, y siento que el aire se espesa entre nosotras. Afuera, la lluvia golpea el techo de calamina, pero adentro el verdadero aguacero cae sobre mi pecho.

No sé cómo responderle. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que me sienta bienvenida? ¿Hasta que deje de sentirme una carga?

Mi nombre es Carmen Vargas. Nací en Cochabamba, Bolivia, y hace treinta años crucé la frontera hacia Argentina con una maleta rota y el corazón lleno de promesas. Trabajé limpiando casas ajenas, cocinando para familias que no eran la mía, cuidando niños que no llevaban mi sangre. Todo por enviar cada peso posible a mis hijos: Lucía y Diego. Les prometí un futuro mejor, una casa propia, estudios, todo lo que yo nunca tuve.

Durante años, mi vida fue una rutina de trabajo y soledad. Recuerdo las noches en las que lloraba abrazada al teléfono público, escuchando las voces de mis hijos distantes. «Mamá, ¿cuándo vuelves?», preguntaba Diego cuando era pequeño. «Pronto, hijito», mentía yo, tragándome el llanto.

El tiempo pasó y mis hijos crecieron. Con el dinero que mandaba, Lucía pudo estudiar enfermería y Diego terminó la secundaria. Les compré casas modestas en barrios tranquilos de Cochabamba. Yo soñaba con el día en que volvería y nos reuniríamos como una familia de verdad.

Pero cuando por fin regresé, la realidad fue otra.

La primera noche en casa de Lucía sentí que sobraba. Su esposo, Ramiro, apenas me dirigió la palabra. Mis nietos me miraban como si fuera una extraña. «Abuela, ¿por qué hablas raro?», preguntó la pequeña Sofía al notar mi acento mezclado de porteña y cochabambina.

Intenté ayudar en la casa, cocinar los platos que recordaba de mi infancia: sopa de maní, silpancho… Pero Lucía siempre encontraba un pero. «Mamá, aquí ya no comemos tanta grasa» o «Eso no les gusta a los chicos». Me sentí inútil.

Una tarde escuché a Ramiro hablar por teléfono: «No sé cuánto tiempo más va a quedarse tu mamá… Esto ya no es lo mismo». Sentí un nudo en la garganta. Me fui al cuarto prestado y lloré en silencio.

Pensé que Diego sería diferente. Me mudé a su casa con la esperanza de sentirme bienvenida. Pero él trabajaba todo el día y su esposa, Mariana, me miraba con desconfianza. «Doña Carmen, aquí las cosas se hacen diferente», me dijo un día cuando intenté lavar la ropa a mano. «Tenemos lavadora».

Me convertí en una sombra en sus vidas. Nadie me preguntaba cómo estaba ni qué sentía. Solo era útil cuando cuidaba a mis nietos o cocinaba algo rápido. El resto del tiempo, sobraba.

Una noche escuché una discusión entre Diego y Mariana:
—Tu mamá no puede quedarse aquí para siempre.
—Pero no tiene a dónde ir…
—No es nuestro problema.

Me dolió más que cualquier herida física. ¿No era su problema? ¿Después de todo lo que hice por ellos?

Intenté buscar trabajo, pero ya no tenía fuerzas ni salud. La artritis me doblaba los dedos y la vista se me nublaba al atardecer. Nadie quería contratar a una mujer mayor para limpiar casas.

Empecé a pasar los días sentada en la plaza del barrio, mirando a los niños jugar y recordando los años perdidos lejos de mis propios hijos. A veces me encontraba con otras mujeres como yo: doña Teresa, que volvió de España después de veinte años; doña Julia, que regresó de Chile solo para descubrir que su casa había sido vendida por sus hermanos.

—¿Para esto nos fuimos? —me preguntó Teresa una tarde—. ¿Para volver y sentirnos extranjeras en nuestra propia tierra?

No supe qué responderle.

Un domingo intenté reunir a toda la familia para almorzar juntos. Cociné con esfuerzo mi mejor ají de fideos y preparé refresco de mocochinchi como cuando eran niños. Pero Lucía llegó tarde y Diego ni siquiera apareció. Los nietos prefirieron salir con sus amigos.

Me senté sola en la mesa mirando los platos servidos y sentí que el sacrificio de toda una vida se desvanecía como vapor sobre la olla caliente.

Esa noche le escribí una carta a mis hijos:

«Queridos hijos,
Sé que no soy perfecta ni la madre ideal que hubieran querido tener cerca todos estos años. Pero todo lo que hice fue por ustedes. Si alguna vez sienten que les falto o les estorbo, solo recuerden que cada peso enviado llevaba un pedazo de mi corazón…»

No tuve valor para dárselas.

Hoy sigo aquí, moviéndome entre las casas de mis hijos como una visita incómoda. A veces pienso en volver a Argentina, aunque allá tampoco tengo a nadie esperándome.

Me pregunto si realmente valió la pena dejarlo todo por un sueño ajeno. ¿Cuántas madres latinoamericanas viven este mismo dolor? ¿Cuándo dejamos de ser el centro del hogar para convertirnos en un estorbo?

¿Acaso el amor se mide solo por lo material? ¿O es que los años lejos rompieron algo que ya no se puede reparar?

Díganme ustedes: ¿qué harían si fueran yo? ¿El sacrificio de una madre merece este olvido?