Un acto de bondad que terminó en reproche: La historia de Tomás y Doña Lidia
—¿Por qué lo hiciste, Tomás? ¿No ves que solo te buscan para aprovecharse? —La voz de mi madre retumbó en mi cabeza mientras miraba la bolsa de comida que sostenía con manos temblorosas. El ruido del tráfico bogotano era un telón de fondo constante, pero en ese momento, todo lo que escuchaba era el eco de sus palabras y el crujir de mi propia conciencia.
Esa tarde, el cielo estaba encapotado y la llovizna caía con esa persistencia fría que solo conoce quien ha caminado por la Séptima a las seis de la tarde. Yo salía del trabajo, cansado y con la cabeza llena de cuentas por pagar, cuando la vi: Doña Lidia, sentada en la esquina de la Calle 19, envuelta en una manta raída y con la mirada perdida entre los carros y la indiferencia de los transeúntes.
Me acerqué, dudando. No era la primera vez que la veía ahí, pero sí la primera vez que sentí ese impulso irrefrenable de hacer algo. Recordé las historias que mi abuela contaba sobre cómo en su pueblo nadie se iba a dormir sin comer, porque «el hambre es la peor compañía». Así que entré a una panadería cercana y pedí un combo sencillo: arroz con pollo, una arepa y un jugo de mora.
Cuando regresé, Doña Lidia me miró con sorpresa. Sus ojos, cansados pero vivos, se iluminaron apenas un poco.
—Buenas tardes, Doña Lidia. Le traje algo para comer —le dije, extendiéndole la bolsa.
Ella sonrió tímidamente y murmuró un «Dios le pague, mijo». Me sentí bien, como si por un instante hubiera hecho algo correcto en medio del caos diario. Pero esa sensación duró poco.
Apenas me di vuelta para irme, escuché una voz aguda detrás de mí:
—¿Eso es lo que le das? ¿Arroz con pollo? ¿Por qué no le compraste algo mejor?
Era una mujer joven, bien vestida, con un bolso caro y un gesto de desdén. Me quedé paralizado. No supe qué responder. ¿No era suficiente? ¿No era mejor eso que nada?
—La gente como tú solo hace esto para sentirse bien consigo misma —continuó ella—. Si realmente te importara, le preguntarías qué quiere comer, no le darías lo primero que encuentras.
Sentí cómo la vergüenza me subía por el cuello. Doña Lidia bajó la mirada y apretó la bolsa contra su pecho. Yo quise decir algo, defenderme, pero las palabras se me atoraron en la garganta.
—No se preocupe, joven —susurró Doña Lidia—. Todo sirve cuando hay hambre.
La mujer bufó y siguió su camino, taconeando fuerte sobre las baldosas mojadas. Yo me quedé ahí parado, sintiéndome más pequeño que nunca. ¿Había hecho mal? ¿Era cierto lo que decía esa desconocida?
Esa noche llegué a casa y le conté a mi madre lo sucedido. Ella me miró con esa mezcla de ternura y resignación que solo tienen las madres colombianas.
—La gente siempre va a criticar, Tomás. Pero no puedes dejar que eso te detenga si tu corazón está limpio —me dijo mientras servía café.
Pero las palabras de la mujer seguían rondando mi cabeza. Al día siguiente, en el trabajo, le conté a mi compañero Andrés lo ocurrido.
—Hermano, eso pasa mucho —me dijo él—. Mi tía siempre ayuda a los vecinos del barrio y más de uno le ha dicho que solo lo hace para aparentar. Pero uno no puede dejarse llevar por el qué dirán.
Sin embargo, no podía evitar sentirme juzgado. Empecé a preguntarme si realmente había ayudado o si solo había buscado aliviar mi propia culpa ante tanta miseria ajena. Recordé cuando era niño y mi papá perdió el trabajo; hubo días en los que solo comíamos arroz con huevo y agradecíamos tener eso.
El fin de semana decidí volver donde Doña Lidia. Esta vez me senté a su lado y le pregunté qué le gustaría comer si pudiera elegir cualquier cosa.
—Ay, mijo… —suspiró ella—. Un tamal calientico como los que hacía mi mamá en Boyacá… pero eso es caro aquí.
Le prometí que el próximo sábado le traería uno. Cumplí mi palabra y cuando le entregué el tamal envuelto en hojas de plátano, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Gracias por preguntar —me dijo—. A veces uno solo quiere que lo escuchen.
Esa tarde hablamos largo rato. Me contó cómo había terminado en la calle después de perder a su esposo y ser desalojada por no poder pagar el arriendo. Me habló de sus hijos, a quienes no veía desde hacía años porque «la pobreza separa más que la muerte».
Al regresar a casa sentí una mezcla extraña de tristeza y alivio. Tristeza por todo lo que Doña Lidia había perdido; alivio porque al menos ese día había hecho algo más humano: escucharla sin juzgarla ni imponerle mis ideas.
Pero no todos en mi familia entendieron mi insistencia en ayudarla. Mi hermano menor me acusó de ingenuo:
—¿Y si es mentira todo lo que te cuenta? Hay gente que se aprovecha del corazón blando.
Me dolió escucharlo porque sé que muchos piensan así. En Colombia estamos acostumbrados a desconfiar; nos han enseñado a mirar al otro con recelo porque «el vivo vive del bobo». Pero yo no podía dejar de pensar en Doña Lidia sola bajo la lluvia.
Con el tiempo, empecé a ver cómo pequeños gestos pueden marcar una diferencia real si se hacen desde el respeto y la empatía. No siempre tengo dinero para comprarle comida o tamales, pero cada vez que paso por esa esquina me detengo a saludarla y conversar unos minutos.
A veces otros transeúntes me miran raro o murmuran cosas como «ese debe estar loco» o «seguro le está pidiendo plata». Pero ya no me importa tanto el juicio ajeno; aprendí que ayudar no siempre es fácil ni bien recibido por todos.
Hoy sigo preguntándome: ¿Por qué es tan difícil hacer el bien sin ser juzgado? ¿Por qué nos cuesta tanto ponernos en los zapatos del otro antes de criticar?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han vivido algo parecido? ¿Vale la pena seguir ayudando aunque otros no lo entiendan?