Soledad en la vecindad: El relato de Mariana González
—¿Ya viste a Mariana? —susurró doña Lucha, la vecina del 302, mientras yo cerraba la puerta de mi departamento. Sentí su mirada clavada en mi espalda, como si pudiera atravesar mi chamarra desgastada y leer todos mis secretos. Bajé la cabeza y apreté el paso por el pasillo largo y húmedo de la unidad habitacional. El olor a frijoles refritos y cloro se mezclaba en el aire, pero lo que más pesaba era el silencio incómodo que dejaban los murmullos cuando pasaba.
Mi nombre es Mariana González. Vivo en el edificio 7 de la Unidad Vicente Guerrero, en Iztapalapa. Hace seis meses, mi esposo, Raúl, se fue con otra mujer. Una más joven, más bonita, según decían las malas lenguas. Desde entonces, cada día es una batalla contra la soledad y los chismes que se cuelan por debajo de mi puerta como el polvo.
Mi hija, Valeria, tiene quince años y últimamente apenas me dirige la palabra. Se encierra en su cuarto con los audífonos puestos y solo sale para ir a la prepa o para pedir dinero. A veces la escucho llorar en las noches, pero cuando toco su puerta, me grita: —¡Déjame en paz!—. Me duele no poder consolarla, no saber cómo acercarme a ella sin que me rechace.
Esa mañana, mientras bajaba las escaleras, escuché a doña Lucha decirle a otra vecina: —Seguro Raúl se fue porque Mariana nunca supo cuidar a su familia—. Sentí un nudo en la garganta, pero no dije nada. ¿Para qué? Aquí todos creen saberlo todo de todos.
En el trabajo tampoco es fácil. Soy cajera en un supermercado y cada día veo pasar a decenas de personas con sus vidas aparentemente normales. A veces me pregunto si alguna de ellas también carga con una tristeza tan grande como la mía. Mis compañeras me invitan a tomar café en los descansos, pero yo prefiero quedarme sola, mirando mi celular sin ver nada.
Una tarde, al regresar del trabajo, encontré a Valeria sentada en las escaleras del edificio con los ojos hinchados. Me acerqué despacio y le pregunté:
—¿Qué te pasa, hija?
Ella me miró con rabia y tristeza al mismo tiempo.
—¿Por qué papá nos dejó? ¿Por qué tú no hiciste nada para evitarlo?
No supe qué responderle. Me senté a su lado y le tomé la mano, pero ella la retiró de inmediato.
—No fue mi culpa, Valeria. A veces las cosas simplemente pasan…
—¡Eso dices porque no quieres aceptar que tú también tuviste la culpa! —gritó antes de subir corriendo las escaleras.
Me quedé ahí sentada, sintiendo cómo el frío del concreto se metía por mis huesos. Las lágrimas me quemaban los ojos, pero no podía llorar. No ahí, no donde cualquiera pudiera verme débil.
Las semanas pasaron y los chismes crecían como moho en las paredes del edificio. Que si Raúl ya vivía con la otra mujer en Tláhuac, que si Mariana anda buscando novio por Facebook, que si Valeria anda en malos pasos. Cada vez que salía al tianguis o a la tienda, sentía las miradas sobre mí como cuchillos.
Una noche, mientras lavaba los trastes, escuché un golpe fuerte en la puerta. Era don Ernesto, el administrador del edificio.
—Mariana, ¿puedes bajar un momento? Hay junta de vecinos.
Bajé al salón comunal donde ya estaban casi todos reunidos. El tema era el mismo de siempre: la inseguridad, los robos en los pasillos, los vidrios rotos del elevador. Pero esta vez alguien mencionó mi nombre.
—Yo digo que hay que tener cuidado con quién dejamos entrar al edificio —dijo doña Lucha—. No vaya a ser que por andar trayendo visitas raras luego nos roben.
Sentí todas las miradas sobre mí. Quise gritarles que yo no traía a nadie, que apenas si tenía fuerzas para salir de casa, pero solo apreté los labios y bajé la cabeza.
Esa noche no pude dormir. Pensé en irme de ahí, buscar otro lugar donde nadie me conociera ni supiera mi historia. Pero ¿a dónde? Mi sueldo apenas alcanzaba para pagar la renta y la comida.
Al día siguiente, mientras barría el pasillo frente a mi puerta, se acercó doña Carmen del 201. Me sorprendió verla sonreírme.
—No les hagas caso, Mariana —me dijo en voz baja—. La gente habla porque no tiene nada mejor que hacer. Yo también pasé por algo parecido cuando mi esposo me dejó… Si necesitas algo, aquí estoy.
Por primera vez en meses sentí un poco de alivio. No estaba completamente sola.
Esa tarde preparé arroz con leche para Valeria. Toqué suavemente su puerta.
—Hija… te hice tu postre favorito.
No respondió al principio, pero después abrió apenas una rendija.
—¿Por qué sigues intentándolo? —me preguntó con voz cansada.
—Porque eres mi hija y te amo —le respondí sin dudarlo.
Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas antes de cerrar la puerta otra vez. Pero esa noche salió a cenar conmigo sin decir una palabra. Fue un pequeño paso, pero para mí significó todo.
Poco a poco empecé a hablar más con doña Carmen y otras vecinas que también habían pasado por rupturas y soledad. Formamos un pequeño grupo para apoyarnos y compartir nuestras historias. Descubrí que muchas mujeres cargan con dolores parecidos al mío; algunas incluso peores.
Un día Valeria llegó llorando porque una compañera le había dicho que su papá tenía otra familia.
—¿Es cierto? —me preguntó entre sollozos.
La abracé fuerte y le dije:
—No importa lo que haga tu papá; aquí estamos tú y yo para salir adelante juntas.
Por primera vez en mucho tiempo me abrazó de vuelta.
A veces todavía siento el peso de las miradas y los chismes. A veces dudo si algún día podré ser feliz de nuevo o si siempre cargaré con esta tristeza. Pero ahora sé que no estoy sola y que siempre hay alguien dispuesto a escuchar o tender una mano.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven historias como la mía detrás de puertas cerradas? ¿Será posible realmente empezar de nuevo cuando todo parece estar en tu contra?