Entre cuatro paredes: Cuando el silencio pesa más que la ausencia

—¿Vas a cenar con nosotros hoy, Julián? —pregunté mientras servía arroz en los platos de los niños. Él ni siquiera levantó la vista del celular. El sonido de las notificaciones era el único eco en nuestra mesa.

—Ya comí algo en la oficina —respondió, seco, antes de encerrarse en el cuarto, como cada noche desde hace meses.

Me quedé mirando la puerta cerrada, sintiendo cómo el aire se volvía más denso. Mis hijos, Camila y Tomás, peleaban por el control remoto, ajenos a mi angustia. Yo solo quería gritar, pero me tragué el llanto y me senté con ellos, fingiendo que todo estaba bien.

No siempre fue así. Cuando Julián y yo nos conocimos en la universidad de Medellín, soñábamos con una vida juntos: una casa llena de risas, viajes a Santa Marta, tardes de café con amigos. Pero la vida se encargó de poner sus propias reglas. Él consiguió un trabajo exigente en una empresa de tecnología y yo, después de años de lucha, logré abrir mi pequeño consultorio psicológico. Pensé que juntos podríamos con todo. Pero nadie te prepara para el desgaste silencioso del día a día.

Las discusiones empezaron por cosas pequeñas: quién recogía a los niños, quién pagaba las cuentas, quién tenía más derecho a estar cansado. Pero lo que más dolía era el silencio. Ese silencio que se instaló entre nosotros como un muro invisible. Julián llegaba tarde, comía solo y se encerraba a trabajar o ver series. Yo me convertí en madre, empleada, psicóloga y ama de casa. Pero dejé de ser esposa.

Una noche, después de acostar a los niños, me senté en la sala con una copa de vino barato. Miré las fotos familiares en la pared: sonrisas congeladas en el tiempo. ¿En qué momento dejamos de hablarnos? ¿Cuándo fue la última vez que me miró a los ojos?

Al día siguiente, mientras esperaba el bus para ir al consultorio, recibí un mensaje de mi mamá: «¿Cómo están las cosas con Julián? Te noto apagada.» No supe qué responderle. En nuestra cultura, una mujer casada debe aguantar, luchar por su familia. Pero yo sentía que me estaba ahogando.

En el trabajo escuchaba a mis pacientes hablar de sus propios vacíos y soledades. Les aconsejaba buscar diálogo, pedir ayuda, no resignarse al dolor. Pero yo no podía seguir mis propios consejos. ¿Cómo pedir ayuda si ni siquiera podía nombrar lo que sentía?

Una tarde lluviosa, Camila llegó llorando del colegio porque un compañero le dijo que sus papás se iban a separar. Me abrazó fuerte y me preguntó:

—Mami, ¿tú y papi se van a dejar?

Sentí un nudo en la garganta. No supe qué decirle. Solo la abracé y le prometí que siempre estaría para ella.

Esa noche decidí enfrentar a Julián. Toqué la puerta del cuarto y entré sin esperar respuesta.

—Necesitamos hablar —dije con voz temblorosa.

Él suspiró y dejó el celular a un lado.

—¿Otra vez lo mismo? Estoy cansado, Mariana.

—¿Cansado de qué? ¿De mí? ¿De los niños? ¿De esta casa? —mi voz subió sin quererlo—. Yo también estoy cansada, Julián. Pero no me encierro ni me escondo detrás de una pantalla.

Él me miró por fin, pero sus ojos estaban vacíos.

—No sé qué quieres que haga. El trabajo me absorbe y tú siempre estás ocupada con tus cosas.

—¡Pero al menos lo intento! —grité—. ¿Sabes lo que es sentirse sola estando acompañada?

Se hizo un silencio incómodo. Sentí que algo se rompía entre nosotros.

Esa noche dormimos espalda con espalda. Al amanecer, Julián ya no estaba en casa. Me dejó un mensaje: «Necesito tiempo para pensar».

El mundo se me vino abajo. Llamé a mi mamá llorando y ella vino a cuidar a los niños mientras yo intentaba recomponerme. Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y vacío. Los niños preguntaban por su papá y yo inventaba excusas: «Está trabajando mucho», «Volverá pronto».

Una tarde, mientras recogía los juguetes del suelo, encontré una carta bajo la almohada de Julián. Era breve:

«Mariana,
No sé cómo llegamos aquí. No sé si aún te amo o si solo extraño lo que fuimos. Perdón por mi cobardía.
Julián»

Leí esas palabras una y otra vez hasta que las lágrimas me nublaron la vista. Me sentí fracasada como esposa, como madre, como mujer latina que siempre creyó en la familia por encima de todo.

Pasaron semanas antes de que Julián regresara para hablar conmigo y ver a los niños. La conversación fue fría pero sincera. Decidimos darnos un tiempo separados para sanar heridas y pensar en lo que realmente queríamos.

La soledad seguía ahí, pero ya no era un monstruo invisible. Empecé a hablar con amigas sobre mi dolor y descubrí que muchas vivían lo mismo: matrimonios llenos de silencios, rutinas que matan el amor poco a poco.

Hoy sigo luchando por mis hijos y por mí misma. No sé si Julián y yo volveremos a estar juntos, pero aprendí que no hay vergüenza en pedir ayuda ni en reconocer que algo no funciona.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres callan su soledad por miedo al qué dirán? ¿Cuántos matrimonios sobreviven solo por costumbre? Si tú también te has sentido sola entre cuatro paredes, ¿por qué no hablamos de ello juntos?