La Casa de la Discordia: El Día que Mamá Rosa Decidió Venderlo Todo

—¿Así que ya está decidido, Mamá Rosa? ¿Vas a vender la casa? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el café se enfriaba entre mis manos.

Ella me miró con esa mezcla de ternura y dureza que sólo las madres latinoamericanas saben manejar. —Ya no puedo sola, hija. Esta casa es muy grande para mí. Y con lo que saque, podré vivir tranquila en la playa. Ya me lo merezco, ¿no crees?

No supe qué responder. Por dentro, hervía. No era sólo la casa: era el hogar donde mi esposo, Daniel, creció; donde nuestros hijos jugaban cada domingo; donde yo misma aprendí a querer a una familia que nunca fue la mía. Pero Rosa siempre fue así: práctica, directa, y —aunque me cueste admitirlo— un poco egoísta.

Daniel llegó tarde esa noche. Cuando le conté, se quedó en silencio largo rato. —Es su derecho —dijo al fin—. Pero no puedo evitar sentir que nos está dejando atrás.

La noticia corrió como pólvora entre los hermanos. Lucía, la menor, lloró por teléfono; Ernesto, el mayor, gritó y colgó. Nadie quería perder la casa de la infancia. Pero nadie quería —o podía— hacerse cargo de Mamá Rosa tampoco.

Las semanas siguientes fueron un desfile de agentes inmobiliarios, compradores curiosos y discusiones a puerta cerrada. Yo trataba de mantenerme al margen, pero era imposible. Cada vez que veía a mis hijos correr por el patio, sentía una punzada en el pecho.

Una tarde, mientras ayudaba a Rosa a empacar viejas fotos, me atreví a preguntar:

—¿Nunca pensaste en quedarte? Podríamos ayudarte más…

Ella suspiró. —No quiero ser una carga para nadie. Además… —hizo una pausa— aquí hay demasiados recuerdos. Algunos buenos, otros no tanto.

Me quedé callada. Sabía a qué se refería: el papá de Daniel se fue cuando él tenía diez años. Rosa crió sola a sus tres hijos, trabajando como enfermera en el hospital del IMSS. Siempre fue fuerte, pero también aprendió a sobrevivir pensando primero en ella.

Esa noche discutí con Daniel. —¿Por qué no le proponemos que se quede con nosotros? Tenemos espacio…

Él negó con la cabeza. —No funcionaría. Tú sabes cómo es mi mamá. Y tú… tú tampoco estarías cómoda.

Me dolió escucharlo, pero tenía razón. Mi relación con Rosa siempre fue cordial, pero distante. Ella nunca me perdonó del todo que Daniel y yo nos casáramos tan jóvenes, ni que yo viniera de una familia humilde de Veracruz.

Los días pasaron y el ambiente se volvió irrespirable. Ernesto dejó de hablarle a su madre; Lucía intentó convencerla de mudarse con ella a Monterrey, pero Rosa se negó rotundamente.

—Quiero mi propio espacio —decía—. Ya crié a mis hijos; ahora quiero pensar en mí.

Un domingo cualquiera, mientras preparábamos tamales para el desayuno familiar, exploté:

—¿Y nosotros qué? ¿No piensas en lo que esto significa para todos?

Rosa me miró fijamente. —Toda la vida he pensado en los demás. Ahora me toca a mí.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Era egoísmo o simplemente derecho propio? ¿Dónde quedaba la familia en todo esto?

La venta se cerró rápido. Un joven matrimonio compró la casa; traían un niño pequeño y una bebé en brazos. El día de la mudanza, Rosa se despidió de cada rincón: la cocina donde hacía mole los domingos, el árbol de mango en el patio trasero, la sala donde celebramos quinceañeras y navidades.

Daniel lloró por primera vez en años. Yo lo abracé fuerte, sintiendo que algo irremediable se rompía entre todos nosotros.

Rosa se fue a vivir a Mazatlán. Nos llama cada semana; dice que está feliz viendo el mar cada mañana y caminando por el malecón al atardecer. Pero su voz suena más sola de lo que admite.

En casa, las cosas cambiaron. Daniel y sus hermanos apenas se hablan; las reuniones familiares son tensas y breves. Mis hijos preguntan por la abuela y yo no sé qué decirles.

A veces me pregunto si hice bien en quedarme al margen o si debí luchar más por mantenernos unidos. ¿Es posible ser feliz pensando sólo en uno mismo? ¿O la familia siempre termina pagando el precio?

Hoy miro las fotos viejas y me doy cuenta de que todos perdimos algo ese día: una casa, sí… pero también un poco de fe en lo que significa ser familia.

¿Ustedes qué harían? ¿Hasta dónde llega el derecho de pensar en uno mismo cuando hay tanto en juego? ¿Vale más la libertad personal o el sacrificio por los demás?