Perdóname, por favor… La historia de Esteban y Lucía
—¿Ya despertaste, Esteban? —La voz de Lucía me atraviesa como un cuchillo. No necesito abrir los ojos para saber que está parada al pie de la cama, con los brazos cruzados y esa mirada que me hace sentir más desnudo que nunca.
El sol de marzo entra a raudales por la ventana del cuarto, iluminando las motas de polvo que flotan en el aire. Intento girarme, cubrirme el rostro con la almohada, pero Lucía no lo permite. Siento cómo tira de las sábanas, dejándome expuesto.
—Mírame —insiste—. Quiero ver si todavía tienes vergüenza en esos ojos.
Abro los ojos a medias. El dolor de cabeza late con fuerza, recordándome la noche anterior: las cervezas en el bar de la esquina, las risas falsas con mis amigos, el mensaje que nunca debí responder. Todo eso pesa sobre mí como una losa.
—¿Qué quieres que te diga? —murmuro, sin atreverme a sostenerle la mirada.
Lucía se ríe, pero no es una risa alegre. Es amarga, como café recalentado.
—¿Qué quiero? Quiero que me digas por qué. ¿Por qué otra vez, Esteban? ¿Por qué siempre eliges lastimarme?
No tengo respuestas. Solo tengo excusas baratas y un nudo en la garganta. Pienso en nuestros hijos, Valeria y Tomás, que duermen en la habitación de al lado. Pienso en mi madre, que siempre decía que el hombre debía ser fuerte y responsable. Pienso en mi padre, ausente toda la vida, y en cómo juré no repetir sus errores.
Pero aquí estoy. Repitiéndolos todos.
Lucía se sienta a mi lado. Sus ojos están rojos, pero no llora. Ya no le quedan lágrimas para mí.
—Anoche llamaste a Mariana —dice en voz baja—. ¿Crees que no lo sé? Vi los mensajes. Vi todo.
El nombre de Mariana me golpea como un ladrillo. Mariana, la compañera del trabajo, la que siempre me escucha cuando siento que el mundo se me viene encima. La que me hace sentir visto cuando en casa solo hay reproches y silencios incómodos.
—No pasó nada —balbuceo—. Solo hablamos…
Lucía se levanta de golpe. La silla se tambalea y cae al suelo con estrépito.
—¡No me mientas! —grita—. ¡No otra vez!
El grito despierta a Tomás, que aparece en la puerta frotándose los ojos.
—¿Mamá? —pregunta con voz temblorosa.
Lucía respira hondo y se agacha para abrazarlo. Yo quisiera desaparecer. Quisiera ser mejor hombre, mejor padre, mejor esposo. Pero no sé cómo hacerlo.
Después del desayuno, Lucía me ignora. Prepara las mochilas de los niños y sale rumbo a la escuela sin despedirse. Me quedo solo en la cocina, viendo cómo el café se enfría en mi taza.
Mi hermana, Gabriela, me llama al mediodía.
—¿Otra vez peleando con Lucía? —pregunta sin rodeos.
Le cuento lo sucedido entre susurros, avergonzado.
—Esteban, tienes que decidir qué quieres —dice ella—. No puedes seguir así toda la vida. Vas a perderlo todo.
Cuelgo sin responderle. Salgo a la calle y camino sin rumbo por las calles polvorientas del barrio. Veo a don Ramiro arreglando su bicicleta frente a la tienda; a doña Rosa barriendo la acera mientras escucha boleros en su radio viejo; a los niños jugando fútbol con una pelota desinflada.
Pienso en mi infancia en este mismo barrio de Ciudad del Este, Paraguay. Pienso en cómo soñaba con irme lejos, ser alguien importante. Pero aquí estoy: atrapado en una rutina gris, ahogado por mis propios errores.
Esa noche Lucía vuelve tarde. No dice nada durante la cena. Los niños hablan entre ellos, ajenos a la tensión que llena la casa como un gas invisible.
Cuando los niños se duermen, Lucía se sienta frente a mí en la sala.
—¿Por qué no te vas? —pregunta de pronto—. Si ya no me amas… si ya no te importa esta familia… ¿por qué sigues aquí?
La pregunta me desarma. No sé qué responderle. La amo, pero también siento rabia; quiero quedarme, pero también quiero huir de todo esto.
—No sé cómo arreglarlo —susurro—. No sé cómo volver a ser el hombre que necesitas.
Lucía me mira largo rato. Sus ojos brillan con una mezcla de tristeza y cansancio.
—Yo tampoco sé si puedo perdonarte esta vez —dice al fin—. Pero por nuestros hijos… por lo que fuimos… quiero intentarlo una última vez. Pero tienes que ser honesto conmigo. Conmigo y contigo mismo.
Asiento en silencio. Siento una punzada de esperanza mezclada con miedo.
Esa noche duermo poco. Me revuelvo entre las sábanas pensando en todo lo que he hecho mal; en las veces que elegí el camino fácil; en las palabras no dichas y los abrazos negados.
Al día siguiente busco ayuda profesional. Llamo a un terapeuta recomendado por Gabriela y pido una cita para mí y otra para Lucía y yo juntos. Es un paso pequeño, pero es un comienzo.
Las semanas pasan lentas. Hay días buenos y días malos. A veces Lucía me sonríe como antes; otras veces apenas me dirige la palabra. Los niños parecen más tranquilos ahora que ya no hay gritos ni portazos todas las noches.
Un sábado por la tarde salimos juntos al parque central del barrio. Jugamos fútbol con Tomás y Valeria; comemos empanadas sentados en el pasto; reímos como si nada hubiera pasado.
Pero cuando cae la noche y volvemos a casa, el peso de la realidad regresa. Sé que el perdón no es fácil ni rápido; sé que las heridas tardan en sanar.
Una noche Lucía se sienta a mi lado mientras veo televisión.
—¿De verdad quieres cambiar? —pregunta suavemente.
La miro a los ojos y siento ganas de llorar.
—Sí —respondo—. Por ti, por los niños… por mí mismo.
Ella asiente y apoya su cabeza en mi hombro por primera vez en mucho tiempo.
Hoy escribo esto desde nuestra pequeña sala, mientras Valeria dibuja corazones en su cuaderno y Tomás juega con sus carritos en el suelo. Sé que todavía queda mucho camino por recorrer; sé que puedo volver a fallar si no soy fuerte.
Pero también sé que el amor verdadero no es perfecto: es lucha diaria, es pedir perdón mil veces si hace falta, es elegir quedarse cuando todo parece perdido.
¿Ustedes creen que uno puede cambiar de verdad? ¿El perdón es posible cuando las heridas son tan profundas? Me gustaría leer sus historias…