El Último Deseo de Mamá: Promesa Bajo la Lluvia de San Juan

—Hijo, ven aquí, por favor… —La voz de mi mamá apenas era un susurro, pero en la penumbra de nuestra casa en San Juan, cada palabra suya retumbaba como un trueno en mi pecho. Me acerqué, sintiendo cómo la humedad de la lluvia que golpeaba el techo se mezclaba con el sudor frío de mis manos. Tenía diecisiete años y el corazón hecho trizas.

—¿Qué pasa, mamá? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Desde hacía meses, la enfermedad había ido apagando su luz poco a poco. La casa, antes llena de risas y olor a café recién hecho, ahora olía a medicinas y a miedo.

Ella me miró con esos ojos grandes y negros que siempre supieron leerme el alma. —Prométeme que cuidarás de tu hermana cuando yo ya no esté… Prométemelo, Matías.

Sentí que el mundo se me venía encima. Mi hermana Lucía tenía apenas nueve años y desde que papá se fue con otra mujer a Buenos Aires, éramos solo nosotros tres. Yo no sabía cómo cuidar ni de mí mismo, mucho menos de una niña asustada y testaruda.

—Te lo prometo, mamá —dije, aunque la voz me temblaba y sentí que mentía. ¿Cómo iba a hacerlo? Apenas si podía con la escuela y el trabajo en la panadería de don Ernesto.

Ella sonrió débilmente y me acarició la mejilla. —Eres más fuerte de lo que crees, hijo…

Esa noche no dormí. Escuché los sollozos ahogados de Lucía en su cuarto y el tic-tac del reloj que parecía burlarse de nosotros. Al amanecer, mamá ya no respiraba. El silencio fue tan brutal que quise salir corriendo, pero Lucía se aferró a mi brazo como si yo fuera su último salvavidas.

Los días siguientes fueron un torbellino: el velorio en la iglesia del barrio, los vecinos trayendo comida y palabras vacías, los tíos discutiendo sobre quién debía quedarse con nosotros. Mi tía Rosa quería llevarnos a vivir con ella a Mendoza, pero yo sabía que mamá no quería eso. Nuestra vida estaba aquí, entre las calles polvorientas y los árboles de mango del patio.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Lucía peleando con mi primo Diego en el patio.

—¡No me toques mis muñecas! —gritó ella.

—¡Son solo juguetes! —respondió Diego, empujándola.

Salí corriendo y los separé. —¡Basta! —grité—. ¡Déjala en paz!

Diego me miró desafiante. —¿Y tú qué? ¿Ahora eres el papá?

Me quedé helado. No tenía respuesta. Solo sentí una rabia sorda y una tristeza infinita. Esa noche, mientras Lucía dormía abrazada a su oso de peluche, lloré en silencio. ¿Cómo iba a ser suficiente para ella?

Las semanas pasaron y la vida se volvió una rutina de responsabilidades: levantarme temprano para preparar el desayuno, llevar a Lucía a la escuela, correr al trabajo y volver para ayudarla con las tareas. A veces sentía que me ahogaba en tanta obligación. Mis amigos dejaron de invitarme a jugar fútbol; ya no tenía tiempo ni para soñar.

Un día, al regresar del trabajo, encontré a Lucía sentada en la vereda con la mirada perdida.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

Ella no respondió. Solo me mostró una carta arrugada: era una invitación para una excursión escolar al parque nacional. Costaba más dinero del que podía juntar en un mes.

—No puedo ir, ¿verdad? —susurró Lucía.

Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle que sí, que haría lo imposible… pero sabía que era mentira. Me senté junto a ella y le pasé el brazo por los hombros.

—Lo siento, Luci…

Ella se apartó bruscamente y corrió adentro. Esa noche no quiso cenar ni hablarme. Me sentí el peor hermano del mundo.

Al día siguiente, don Ernesto me vio cabizbajo en la panadería.

—¿Qué te pasa, muchacho?

Le conté todo entre lágrimas: la promesa a mamá, el miedo de fallarle a Lucía, la soledad…

Don Ernesto me puso una mano en el hombro.—Nadie nace sabiendo ser padre o madre… Pero el amor te va a enseñar. No te rindas.

Sus palabras me dieron fuerzas. Empecé a buscar trabajos extra: corté césped, lavé autos, hasta vendí empanadas en la plaza los domingos con Lucía. Poco a poco, logramos juntar el dinero para su excursión.

El día que le di el sobre con el dinero, Lucía me abrazó tan fuerte que sentí que todo valía la pena.

Pero los problemas no terminaron ahí. Un día recibí una carta del juzgado: mi papá quería la custodia de Lucía. Decía que ahora tenía una nueva familia y podía darle una vida mejor en Buenos Aires.

El miedo volvió a apoderarse de mí. ¿Y si un juez decidía que yo no era suficiente? ¿Y si Lucía prefería irse con él?

La noche antes de la audiencia, Lucía se metió en mi cama y me susurró:

—No quiero irme contigo… quiero quedarme aquí.

La abracé fuerte y le prometí que haría todo lo posible para que así fuera.

En el juzgado, frente al juez y mi padre —que apenas reconocí tras años sin verlo— hablé con el corazón en la mano:

—No soy perfecto… pero le prometí a mi mamá cuidar de Lucía. Aquí tiene su escuela, sus amigos… Yo haré lo que sea por ella.

El juez nos miró largo rato antes de decidir que Lucía podía quedarse conmigo bajo la tutela de mi tía Rosa como apoyo legal.

Salimos del juzgado tomados de la mano bajo una lluvia fina que parecía limpiar todas nuestras heridas.

Hoy han pasado dos años desde aquella promesa. No ha sido fácil: hay días en los que siento que no puedo más, pero cada vez que veo sonreír a Lucía sé que vale la pena luchar.

A veces me pregunto: ¿Cuántos jóvenes como yo han tenido que crecer de golpe por amor? ¿Cuántos han sentido ese miedo de no ser suficientes? ¿Y si todos compartiéramos nuestras historias… podríamos ayudarnos unos a otros?