¿Cuánto vale el sacrificio de un padre?
—¿Vos sabés cuánto cobra tu viejo de jubilación? —me preguntó Pablo, mi compañero de trabajo, mientras tomábamos mate en el taller.
Me quedé mudo. Nunca lo había pensado. Mi papá, Ernesto, fue chofer de colectivo toda su vida en Buenos Aires. Siempre salía antes del amanecer y volvía cuando ya era de noche. Yo crecí escuchando el rugido del motor y el silbido de la puerta corrediza, pero jamás pregunté cuánto ganaba ni cómo llegaba a fin de mes.
Esa noche, cuando llegué a casa, lo encontré sentado en la cocina, con la radio encendida y una taza de café frío entre las manos. La luz amarilla caía sobre su cara cansada, marcada por los años y el humo del cigarrillo.
—¿Todo bien en el trabajo? —me preguntó sin mirarme.
—Sí, todo bien —respondí, pero la pregunta de Pablo me taladraba la cabeza. ¿Por qué nunca me interesé por sus problemas? ¿Por qué siempre pensé que sus finanzas eran asunto suyo?
Me senté frente a él. Dudé unos segundos antes de hablar.
—Pa… ¿te alcanza la jubilación para vivir?
Levantó la vista, sorprendido. Sus ojos marrones, tan parecidos a los míos, se llenaron de una tristeza que nunca le había visto.
—¿Por qué preguntás eso ahora?
No supe qué decirle. Me sentí un egoísta. Recordé todas las veces que le pedí plata para salir con amigos, para comprarme zapatillas nuevas o para pagar la cuota de la facultad privada cuando no conseguí beca. Él siempre decía que no había problema, que se las arreglaba. Pero nunca pregunté cómo.
—En el trabajo me preguntaron si te ayudo… y me di cuenta que nunca hablamos de esto —admití, bajando la mirada.
Mi papá suspiró y apagó la radio. El silencio se hizo pesado.
—Mirá, hijo… uno hace lo que puede. Cuando vos eras chico, yo manejaba doble turno para que no te faltara nada. Tu mamá y yo nos peleábamos por plata, pero siempre tratamos de que vos no te enteraras. Ahora… bueno, la jubilación es una miseria. Pero me las arreglo —dijo, forzando una sonrisa.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo pude ser tan ciego? ¿Cómo pude vivir tantos años bajo su techo sin ver el esfuerzo detrás de cada plato de comida?
Esa noche no dormí. Me quedé pensando en mi infancia: los viajes en colectivo con él los domingos, cuando me dejaba sentar en el asiento del conductor mientras limpiaba el tablero; las navidades en las que siempre había regalos aunque él trabajara hasta tarde; los cumpleaños en los que llegaba cansado pero igual se sentaba a jugar conmigo.
Al día siguiente, fui al banco a sacar plata y pasé por una panadería. Compré facturas y volví temprano a casa. Quería hablar con él antes de que saliera a hacer sus mandados.
—Pa, tomemos unos mates juntos —le dije, dejando la bolsa sobre la mesa.
Se sorprendió, pero aceptó. Mientras cebaba el mate, le dije:
—Estuve pensando en lo que hablamos anoche. Quiero ayudarte con los gastos de la casa. No es justo que te hagas cargo solo.
Me miró largo rato y negó con la cabeza.
—No quiero ser una carga para vos, hijo. Bastante tenés con tus cosas.
—No sos una carga —le respondí, casi enojado—. Sos mi viejo. Si vos no hubieras trabajado tanto, yo no estaría donde estoy ahora.
Se le humedecieron los ojos. Nunca lo había visto llorar. Me contó que hace meses no podía pagar la factura del gas y que había dejado de comprar algunos remedios porque eran caros. Sentí vergüenza y rabia conmigo mismo.
Esa tarde hablé con mi hermana Lucía por teléfono. Vive en Córdoba y hace rato que no viene a Buenos Aires.
—¿Vos sabías lo mal que está papá? —le pregunté.
—Me imaginaba… pero él nunca quiere preocuparnos —me dijo ella, con voz triste—. Siempre fue así.
Decidimos entre los dos empezar a mandarle plata todos los meses y turnarnos para visitarlo más seguido. También hablé con mi jefe para ver si podía conseguirle algún trabajo liviano en la empresa, aunque sea unas horas por semana para que se sienta útil.
Los días pasaron y empecé a notar cosas que antes ignoraba: el abrigo viejo que usaba mi papá aunque hacía frío porque no quería prender la estufa; las latas de comida barata en la alacena; los zapatos gastados que no cambiaba desde hacía años.
Un sábado, mientras mirábamos juntos un partido de Boca en la tele, me animé a preguntarle:
—Pa… ¿alguna vez te arrepentiste de sacrificar tanto por nosotros?
Se quedó callado un rato largo antes de responder.
—A veces uno sueña con otra vida… pero después te veo a vos y a tu hermana y pienso que valió la pena. Lo único que me duele es sentirme solo ahora que ya no puedo hacer mucho.
Me dolió escucharlo decir eso. Le prometí que iba a estar más presente, que íbamos a compartir más tiempo juntos aunque fuera tomando mate o mirando fútbol.
Desde ese día empecé a valorar cada momento con él. Aprendí a escuchar sus historias del colectivo, sus anécdotas con los pasajeros y sus sueños truncos de juventud. Descubrí al hombre detrás del padre: un tipo sencillo, orgulloso y lleno de amor por su familia.
Hoy sigo preguntándome: ¿cuánto vale realmente el sacrificio de un padre? ¿Cuántos hijos como yo se dan cuenta demasiado tarde del esfuerzo silencioso de sus viejos? ¿Y vos? ¿Hace cuánto no le preguntás a tu papá cómo está realmente?