El precio de la independencia: Una historia de amor y dinero en Ciudad de México
—¿Y tú cuándo pensabas decírmelo, Julián? —grité, mi voz temblando entre el eco de los azulejos fríos de nuestra cocina en la Narvarte. Él ni siquiera levantó la vista del celular. Afuera, el bullicio de la ciudad seguía su curso, ajeno a la tormenta que se desataba en nuestro pequeño departamento.
—¿Decirte qué, Camila? —respondió con esa calma que siempre me sacaba de quicio cuando yo estaba al borde del colapso.
—¡Que te fuiste a Acapulco solo! ¡Que usaste tu dinero para pagarte un fin de semana en un hotel de lujo mientras yo me quedaba aquí, haciendo malabares para pagar la luz y el gas!
Él suspiró, como si yo fuera una niña caprichosa. —Camila, quedamos en que cada quien administraría su parte. Yo pago mi mitad de los gastos, tú la tuya. Lo que me sobra es mío, ¿no?
En ese momento sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿En qué momento habíamos dejado de ser un equipo para convertirnos en dos extraños compartiendo techo y cuentas?
Todo empezó dos años atrás, cuando nos casamos en una boda sencilla en Coyoacán. Julián era ingeniero civil; yo, maestra de primaria. No teníamos mucho, pero nos sobraban ganas y sueños. Veíamos series gringas donde las parejas hablaban de independencia financiera y nos pareció moderno, justo. Así que abrimos dos cuentas: una para los gastos comunes y otra personal para cada uno.
Al principio funcionó. Nos sentíamos adultos, responsables. Yo podía darme el lujo de comprarme libros o ir al cine con mis amigas sin pedirle permiso ni sentir culpa. Julián se compró una bicicleta nueva y empezó a salir más con sus amigos del trabajo. Pero poco a poco, algo se fue quebrando.
Las discusiones comenzaron con cosas pequeñas: quién pagaba el súper cuando se acababa antes de tiempo, quién ponía para el gas cuando subía el precio. Julián era meticuloso; anotaba cada peso en una hoja de Excel. Yo era más relajada; si faltaba algo, lo compraba y ya. Pero él empezó a reclamarme: «Eso no estaba en el presupuesto» o «Ya pusiste de más este mes, no te voy a reembolsar».
Una noche, después de una pelea por el recibo del agua, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el piso frío. Me pregunté si todo esto valía la pena. ¿No se suponía que el matrimonio era compartirlo todo?
La gota que derramó el vaso fue ese viaje a Acapulco. Me enteré por casualidad: vi una foto suya en Instagram, sonriendo frente al mar con una piña colada en la mano. No me lo contó; ni siquiera me dejó una nota. Cuando le reclamé, me dijo que tenía derecho a gastar su dinero como quisiera.
—¿Y yo? —le pregunté—. ¿No merecía al menos saberlo? ¿No podíamos planear algo juntos?
Él se encogió de hombros. —Tú también puedes hacer lo que quieras con tu dinero.
Pero no era tan fácil. Mi sueldo apenas alcanzaba para cubrir mi parte y ayudar a mi mamá con sus medicinas. No tenía «dinero extra» para lujos o escapadas.
Empecé a sentirme sola, invisible. En las noches, mientras él dormía plácidamente a mi lado, yo repasaba mentalmente cada peso gastado, cada cuenta pagada, cada sueño postergado. ¿Cuándo dejamos de soñar juntos?
Un sábado por la tarde, mi hermana Lucía vino a visitarme. Me encontró llorando sobre la mesa del comedor.
—¿Otra vez pelearon? —preguntó suavemente.
Le conté todo: las cuentas separadas, las discusiones, el viaje secreto.
—Cami, eso no es independencia; es egoísmo —dijo Lucía—. El dinero puede unir o separar a las personas. Pero si ya no hay confianza…
Sus palabras me dolieron porque eran verdad. Empecé a notar otras cosas: Julián ya no me abrazaba al llegar del trabajo; comíamos en silencio; cada quien veía su serie en su propio celular.
Una noche, decidí hablar con él.
—Julián, ¿tú eres feliz así? —le pregunté mientras lavábamos los trastes.
Él se quedó callado un momento.
—No sé —admitió al fin—. Pensé que esto nos daría libertad, pero siento que estamos más lejos que nunca.
—Yo también —susurré.
Intentamos arreglarlo: fuimos a terapia de pareja, intentamos volver a salir juntos los viernes como antes. Pero algo se había roto y no sabíamos cómo repararlo.
Un día encontré una carta en mi almohada:
«Cami,
No sé cómo llegamos aquí. Te juro que nunca quise lastimarte. Pensé que ser independientes nos haría más fuertes, pero solo nos hizo más solos. Perdóname por no saber compartir mis sueños contigo.
Julián»
Lloré toda la noche abrazada a esa carta.
Poco después decidimos separarnos. No hubo gritos ni reproches; solo dos personas cansadas que ya no sabían cómo encontrarse.
Hoy vivo sola en un departamento pequeño en Iztacalco. Sigo ayudando a mi mamá y trabajando como maestra. A veces extraño a Julián; otras veces me siento libre por primera vez en años.
A veces me pregunto: ¿vale la pena sacrificar el nosotros por el yo? ¿Hasta dónde llega la independencia antes de convertirse en soledad?
¿Ustedes qué piensan? ¿El dinero realmente puede destruir lo que más amamos?