El Último Paso de Doña Valentina
—¿Valentina, se volvió loca? ¿A dónde piensa ir, por el amor de Dios? —El grito de la directora, doña Lucía, retumbó en la sala de profesores como un trueno inesperado. Sentí las miradas de mis colegas clavadas en mi espalda. Mis manos temblaban mientras apilaba los cuadernos, pero me negué a mostrar debilidad.
—Ya no puedo más, Lucía. No soy una máquina —respondí con voz baja pero firme, sin atreverme a mirarla a los ojos. El silencio se hizo pesado, casi asfixiante. Afuera, el bullicio de los niños en el recreo parecía un eco lejano de una vida que ya no me pertenecía.
—¿Y qué va a hacer? ¿Vender empanadas en la plaza? —se burló Ernesto, el profesor de matemáticas, con esa sonrisa cínica que siempre me irritó.
No respondí. Guardé mis cosas y salí al pasillo. Cada paso era una batalla contra el miedo. Sabía que mi decisión era un escándalo: una maestra de 58 años renunciando en un colegio público de San Miguel de Tucumán, donde los puestos se heredan y nadie se va hasta que la vida lo obliga.
Al llegar a casa, mi hija Mariana me esperaba sentada en la mesa, rodeada de papeles y cuentas sin pagar. Su mirada era un reproche silencioso.
—¿De verdad lo hiciste, mamá? ¿Renunciaste? —preguntó sin levantar la vista del celular.
—Sí, hija. Ya no podía seguir —contesté, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
—¿Y ahora qué? ¿Cómo vamos a pagar la luz? ¿O el alquiler? —Su tono era duro, casi cruel. Pero sabía que detrás había miedo. El mismo miedo que me carcomía por dentro.
Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio. Recordé los días en que Mariana era pequeña y yo podía con todo: trabajo, casa, escuela. Ahora ella era adulta y yo… yo solo era una carga más.
Pasaron los días y las llamadas de mis colegas se volvieron menos frecuentes. Nadie quiere contagiarse del fracaso ajeno. En el barrio empezaron los rumores: que si estaba enferma, que si me echaron por vieja, que si me volví loca. Mi hermana Rosa vino a verme con su rosario en la mano y su sermón preparado.
—Valentina, ¿cómo vas a dejar tu trabajo así nomás? ¿No ves cómo está el país? ¿Quién te va a dar empleo ahora? —me dijo mientras revolvía el mate.
—No busco empleo, Rosa. Solo quiero descansar un poco —le respondí, aunque ni yo misma me creía esa mentira piadosa.
Las semanas se volvieron meses. Mariana consiguió un trabajo de medio tiempo en una farmacia y yo empecé a sentirme invisible. Iba al mercado y nadie me saludaba como antes. En la iglesia, las señoras cuchicheaban a mis espaldas.
Una tarde, mientras regaba las plantas del patio, escuché a los niños del vecino jugar fútbol en la calle. Me acerqué a la reja y les pregunté si necesitaban ayuda con las tareas. Al principio dudaron, pero pronto uno trajo su cuaderno de lengua y otro su libro de historia. Así empezó mi nueva rutina: cada tarde, un grupo de chicos venía a casa para hacer la tarea conmigo.
Poco a poco, mi casa se llenó de risas y preguntas infantiles. Los padres empezaron a pasar para agradecerme o dejarme alguna fruta o pan casero como pago simbólico. Sentí que volvía a tener un propósito.
Pero no todo era alegría. Mariana llegaba cansada y molesta por el ruido.
—Mamá, esto no es una escuela. No podemos vivir así —me reclamó una noche mientras cenábamos arroz con huevo.
—Son solo niños, hija. No les cobro nada…
—¡Ese es el problema! Necesitamos plata, no más bocas que alimentar —gritó antes de encerrarse en su cuarto.
Esa noche no dormí. Pensé en buscar otro trabajo: limpiar casas, cuidar ancianos… Pero mi cuerpo ya no respondía igual. Al día siguiente fui al centro comunitario del barrio y hablé con doña Marta, la encargada.
—Valentina, ¿por qué no das clases de apoyo acá? Podemos cobrar una cuota mínima y repartirnos lo recaudado —me propuso con una sonrisa cómplice.
Acepté sin pensarlo mucho. Pronto tenía un grupo estable de niños y adolescentes que venían cada tarde al centro. Mariana seguía molesta pero ya no discutía tanto; incluso empezó a ayudarme con las planillas y los cobros.
Un día llegó Ernesto al centro con su hija menor.
—Dicen que eres buena enseñando lengua… —dijo sin mirarme directamente.
—Eso dicen —le respondí con una media sonrisa.
La niña se quedó conmigo toda la tarde y al irse me abrazó fuerte. Sentí que algo dentro mío sanaba poco a poco.
El tiempo pasó y mi pequeño grupo creció. Empezaron a invitarme a dar charlas en otras escuelas del barrio sobre educación popular y derechos de los adultos mayores. Por primera vez en mucho tiempo sentí orgullo de mí misma.
Pero la vida nunca es sencilla. Un día Mariana llegó llorando: la habían despedido de la farmacia por recorte de personal.
—¿Y ahora qué hacemos, mamá? —preguntó entre sollozos.
La abracé fuerte y le dije:
—Seguimos adelante, hija. Como siempre lo hemos hecho.
Esa noche nos sentamos juntas a planear cómo podíamos ampliar las clases para incluir adultos desempleados del barrio. Mariana propuso dar talleres de computación básica; yo me encargaría del apoyo escolar.
Hoy nuestra casa vuelve a estar llena de gente: niños, jóvenes y adultos buscando aprender algo nuevo para sobrevivir en este país tan duro como hermoso. A veces extraño mi antiguo trabajo, pero sé que tomé la decisión correcta.
Me pregunto si alguna vez dejarán de vernos como viejas inútiles cuando aún tenemos tanto para dar… ¿Cuántas Valentina habrá en cada barrio esperando una segunda oportunidad? ¿Y tú qué harías si tuvieras que empezar de nuevo cuando todos te dan la espalda?