Me dejó cuando nuestro hijo tenía tres años: ahora soy la villana en sus ojos

—¿Por qué siempre tienes que arruinarlo todo, mamá? —me gritó Emiliano, con los ojos llenos de rabia y una mochila colgando del hombro.

Sentí cómo las palabras me atravesaban el pecho, como si fueran cuchillos. No era la primera vez que discutíamos, pero esa tarde, en la cocina de nuestra casa en San Miguel de Tucumán, supe que algo se había roto para siempre. El olor a guiso de lentejas se mezclaba con el sudor frío que me recorría la espalda. Afuera, los perros ladraban y el sol caía a plomo sobre el patio de tierra.

Me quedé mirándolo, intentando encontrar en su rostro de veinte años al niño que alguna vez fue. Ese niño que dormía abrazado a mi brazo cuando su papá, Julián, nos dejó sin mirar atrás. Emiliano tenía apenas tres años y yo veintiocho, con una vida entera por rehacer y una criatura aferrada a mi falda.

—¿Arruinarlo todo? —repetí, con la voz temblorosa—. ¿Eso pensás de mí?

Él apretó los labios y bajó la mirada. Sentí una mezcla de furia y tristeza. ¿Cómo podía juzgarme así? ¿Acaso no sabía todo lo que había hecho por él?

Recuerdo la noche en que Julián se fue. Era un viernes lluvioso. Llegó borracho, como tantas otras veces, pero esa vez no hubo gritos ni portazos. Solo un silencio espeso y la certeza de que no volvería. Me dejó una nota arrugada sobre la mesa: “No puedo más. Perdón”. Y nada más. Ni un peso, ni una explicación para Emiliano.

Desde entonces, la vida fue una cuesta arriba. Trabajé limpiando casas en Yerba Buena, vendiendo empanadas en la plaza Independencia, cosiendo ropa ajena hasta la madrugada. Hubo días en los que no alcanzaba para el colectivo y caminaba kilómetros con Emiliano dormido en brazos. Hubo noches en las que lloré en silencio para no despertarlo.

Pero nunca le faltó un plato de comida ni un abrazo. Nunca dejé que viera mi miedo o mi cansancio. Cuando cumplió seis años y preguntó por su papá, le inventé historias de un hombre bueno pero perdido, para que no odiara a quien le dio la vida.

—Vos no entendés nada —me dijo Emiliano esa tarde—. Si hubieras hecho las cosas bien, papá no se habría ido.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Eso pensaba? ¿Que yo era la culpable del abandono de Julián?

—¿Quién te llenó la cabeza con esas ideas? —pregunté, tratando de mantener la calma.

Él se encogió de hombros y miró hacia la ventana.

—La tía Marta dice que vos siempre fuiste difícil… Que nunca dejaste a papá ser feliz.

La tía Marta. La hermana de Julián, que nunca movió un dedo por nosotros pero siempre tuvo tiempo para criticarme en las reuniones familiares. Me hervía la sangre solo de pensar en ella.

—¿Y vos qué pensás? —le pregunté—. ¿Realmente creés que yo quise esta vida? ¿Que disfruté ver cómo tu papá se iba y nos dejaba solos?

Emiliano no respondió. Se quedó quieto, mirando sus zapatillas gastadas.

Me senté frente a él y le tomé las manos. Estaban frías y sudorosas.

—Hijo, yo hice lo mejor que pude —le dije, con lágrimas en los ojos—. Tal vez me equivoqué muchas veces, pero siempre te puse primero. Todo lo que soy es por vos.

Él apartó la mirada y se soltó de mis manos.

—No quiero hablar más —dijo—. Me voy a lo de papá.

Sentí un puñal en el pecho. Sabía que Julián había vuelto al barrio hacía unos meses, después de años desaparecido. Ahora vivía con una nueva mujer y dos hijos pequeños. Emiliano empezó a visitarlo cada tanto, atraído por las promesas de motos nuevas y salidas al cine.

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la cocina, repasando cada decisión, cada sacrificio. ¿En qué momento me convertí en la villana de su historia? ¿Por qué los hijos solo ven lo que les falta y no lo que tienen?

Al día siguiente fui a trabajar como siempre. La señora Rosa me recibió con su sonrisa falsa y su lista interminable de tareas.

—¿Y tu hijo? —preguntó mientras yo fregaba el piso.

—Está con su papá —respondí, sintiendo un nudo en la garganta.

Ella hizo un gesto de lástima.

—Los hombres siempre vuelven cuando ya no hace falta —dijo—. Pero los hijos… ellos nunca entienden el esfuerzo de una madre hasta que tienen sus propios hijos.

Esa frase me quedó dando vueltas todo el día. Pensé en mi propia madre, en cómo la juzgué cuando era joven por no haber dejado a mi padre violento antes. Ahora entendía su miedo, su resignación…

Esa tarde Emiliano volvió a casa con una remera nueva y olor a perfume barato.

—¿Te divertiste? —pregunté sin poder evitar el tono amargo.

Él asintió sin mirarme.

—Papá dice que puedo irme a vivir con él si quiero —soltó de golpe.

Sentí que el mundo se detenía. ¿Irse? ¿Después de todo lo que habíamos pasado juntos?

—¿Eso querés? —pregunté apenas en un susurro.

Él dudó unos segundos antes de responder:

—No sé… Allá todo es más fácil. No hay peleas ni reproches todo el tiempo.

Me mordí los labios para no llorar frente a él. Sabía que no podía retenerlo a la fuerza, pero dolía como si me arrancaran un pedazo del alma.

Esa noche preparé su comida favorita: milanesas con puré. Nos sentamos en silencio frente al televisor apagado. Quise decirle tantas cosas… pero solo pude acariciarle el pelo como cuando era niño.

Pasaron los días y Emiliano empezó a pasar más tiempo fuera de casa. Yo seguí trabajando, ahorrando cada peso para pagarle los estudios si algún día decidía retomarlos. A veces llegaba tarde y ni siquiera cenaba conmigo. Otras veces ni volvía a dormir.

Una tarde encontré una carta suya sobre la mesa:

“Mamá: Me voy a vivir con papá por un tiempo. No es tu culpa, solo necesito cambiar de aire. Gracias por todo lo que hiciste por mí.”

Me senté en la silla y lloré como nunca antes. Sentí rabia, tristeza e impotencia… Pero también alivio: al menos ya no tendría que pelear todos los días por su amor.

Hoy tengo cincuenta y cinco años y sigo trabajando en casas ajenas para sobrevivir. Emiliano viene a verme cada tanto, pero ya no somos los mismos. A veces me mira como si fuera una extraña; otras veces me abraza fuerte y me pide perdón entre lágrimas.

No sé si algún día entenderá todo lo que hice por él. No sé si dejará de verme como la villana de su historia…

Pero me pregunto: ¿cuántas madres más viven este mismo dolor en silencio? ¿Cuántos hijos juzgan sin saber todo lo que hay detrás?