“Sí, yo pedí el divorcio. Quiero vivir mi propia vida” — La confesión de doña Linda a su hija

—¿Mamá, por qué estás llorando? —me preguntó Mariana, mi hija mayor, apenas cruzó la puerta con sus dos niños corriendo detrás.

No podía ocultar más el temblor en mis manos ni la voz quebrada. La lluvia golpeaba fuerte los cristales del departamento y, por primera vez en años, sentí que el ruido afuera era menos ensordecedor que el silencio dentro de mí.

—Mariana, siéntate, por favor —le pedí, señalando la mesa donde aún quedaban los restos del café frío que había preparado para mí misma esa mañana. Ella me miró con preocupación, dejando su bolso y llamando a los niños para que jugaran en la sala.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Te sientes mal?

Respiré hondo. No era fácil decirlo. No después de cuarenta años de matrimonio con tu papá, de toda una vida dedicada a esta familia, a esta casa, a las rutinas que me han ido desgastando poco a poco.

—Inicié el trámite de divorcio —solté de golpe, como quien arranca una curita para que duela menos.

Mariana se quedó en silencio. Sus ojos se abrieron como platos y por un momento pensé que iba a gritar o a llorar. Pero solo susurró:

—¿Por qué?

Me reí amargamente. ¿Por qué? ¿Por dónde empezar? ¿Por las noches en las que tu papá llegaba tarde y ni siquiera preguntaba cómo estaba? ¿Por los domingos en los que yo cocinaba para todos y él solo se sentaba a ver el fútbol? ¿Por los años en los que fui invisible, una sombra que limpiaba, cocinaba y sonreía aunque por dentro estuviera rota?

—Estoy cansada, hija. Cansada de ser la única que recoge los platos, la única que hace las compras, la única que piensa en lo que hace falta en la casa. Tu papá disfruta de todo pero nunca ayuda. Antes no me molestaba tanto porque yo no trabajaba fuera y creía que era mi deber… pero ahora… ahora quiero vivir mi propia vida.

Mariana bajó la mirada. Sé que para ella tampoco ha sido fácil. Su esposo, Daniel, es diferente, pero aún así carga con muchas cosas sola. La vi morderse los labios y supe que estaba pensando en sus propias batallas.

—¿Y papá? ¿Él sabe?

—Sí. Se lo dije anoche. No lo tomó bien. Me gritó que estaba loca, que a mi edad quién me iba a querer, que iba a terminar sola y amargada. Pero ya no me importa. Prefiero estar sola que seguir sintiéndome invisible.

El silencio se hizo pesado entre nosotras. Los niños reían en la sala y por un momento quise ser como ellos: ajena al dolor de los adultos.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Mariana con voz temblorosa.

—No lo sé —admití—. Pero quiero descubrirlo. Quiero aprender a estar conmigo misma, a salir sin pedir permiso, a comer lo que me gusta sin pensar si a tu papá le parece bien o no.

Mariana se levantó y me abrazó fuerte. Sentí sus lágrimas en mi hombro y supe que no solo lloraba por mí, sino también por ella misma, por todas las mujeres de nuestra familia: mi madre, mi abuela, mis tías… todas resignadas a una vida de servicio y silencio.

—¿Y la abuela? —preguntó Mariana después de un rato—. ¿Ya le dijiste?

Negué con la cabeza. Mi madre vive en Puebla y es de otra época. Para ella, el matrimonio es sagrado y la mujer debe aguantar todo por el bien de la familia. Sé que cuando se entere va a decirme que soy egoísta, que estoy destruyendo a mi familia.

Esa noche, después de que Mariana se fue, recibí la llamada de mi hermana menor, Patricia.

—¿Qué hiciste, Linda? ¡Mamá está furiosa! Dice que eres una vergüenza para la familia…

Me dolió escuchar esas palabras pero ya no podía volver atrás. Le expliqué lo mismo: estoy cansada, quiero vivir mis últimos años en paz.

Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas, chismes entre las tías y miradas acusadoras en el mercado del barrio. Nadie entendía por qué una mujer de sesenta años quería divorciarse. «¿No te da miedo quedarte sola?», «¿Y si te enfermas?», «¿Quién te va a cuidar?», «¿No piensas en tus nietos?».

Pero yo sí pensaba en ellos. Pensaba en Mariana y en Sofía, mi nieta mayor. No quería que crecieran creyendo que la felicidad es resignación o sacrificio eterno.

Una tarde, mientras barría el patio, llegó mi esposo —bueno, pronto ex esposo— con cara dura y voz fría:

—Linda, recapacita. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué van a pensar nuestros hijos?

Lo miré directo a los ojos por primera vez en mucho tiempo.

—Que su madre tuvo el valor de elegir su dignidad antes que las apariencias.

Él bufó y se fue dando un portazo. Sentí miedo… pero también una extraña libertad.

Las semanas pasaron entre trámites legales y noches solitarias. A veces lloraba al ver la cama vacía o al escuchar una canción vieja en la radio. Pero otras veces me sorprendía sonriendo al caminar por el parque o al tomar un café con mis amigas del club de lectura.

Un día Mariana llegó con Sofía y me abrazaron fuerte.

—Abuela, ¿puedes enseñarme a tejer? —me preguntó Sofía con sus ojos grandes y curiosos.

Sentí una ternura inmensa. Sí, podía enseñarle a tejer… pero también quería enseñarle algo más: a no conformarse nunca con menos de lo que merece.

Hoy escribo esto desde mi pequeño departamento nuevo. Es modesto pero es mío. Por primera vez tengo plantas en la ventana y fotos mías —solo mías— en las paredes. A veces extraño la rutina antigua… pero ya no extraño ser invisible.

Me pregunto si hice bien… si algún día dejarán de juzgarme… si otras mujeres como yo se atreverán también a buscar su libertad.

¿Y tú? ¿Crees que una mujer mayor tiene derecho a empezar de nuevo? ¿Vale más la soledad digna que una compañía vacía?