La sombra de Lucía: Cuando el pasado no se va

—¿Por qué no contestas el teléfono, Daniel? —le pregunté, sintiendo cómo la rabia y la inseguridad me quemaban por dentro. Mi esposo, sentado en la mesa de la cocina, bajó la mirada y suspiró. Afuera, el calor húmedo de Veracruz apretaba, pero dentro de nuestra casa el ambiente era aún más sofocante.

—Era Lucía —dijo al fin, casi en un susurro. Su nombre era como una maldición en mi vida. Lucía, la exesposa de Daniel, la madre de su hijo, la mujer que parecía estar en cada rincón de nuestro pequeño pueblo y en cada conversación ajena.

Me llamo Mariana, tengo 29 años y hace dos años creí que había encontrado el amor verdadero. Daniel era todo lo que yo soñaba: trabajador, cariñoso, con una sonrisa que me hacía olvidar los días grises. Pero su pasado no era solo suyo; era un fantasma que se colaba en nuestra cama cada noche.

La primera vez que Lucía apareció en mi vida fue en la fiesta patronal del pueblo. Yo estaba sirviendo café con mi suegra cuando ella llegó, vestida con ese aire de superioridad y una sonrisa venenosa. Se acercó a Daniel y le habló al oído. Luego me miró de arriba abajo y soltó:

—¿Así que tú eres la nueva? Suerte con él… a veces olvida lo que promete.

Las risas de las mujeres a mi alrededor me taladraron los oídos. Desde ese día, los chismes no pararon. Que si Daniel todavía veía a Lucía a escondidas, que si yo era solo un reemplazo barato, que si el hijo de ambos nunca me aceptaría como madrastra.

Al principio intenté ignorar los rumores. Pero Lucía no se conformó con palabras. Empezó a llamarlo a cualquier hora: que el niño estaba enfermo, que necesitaba dinero, que había problemas con la escuela. Daniel siempre iba corriendo. Yo trataba de entenderlo; después de todo, era su hijo. Pero cada vez sentía que Lucía usaba al niño como excusa para no soltarlo nunca.

Una tarde, mientras Daniel estaba en casa de Lucía porque «el niño tenía fiebre», recibí un mensaje anónimo: «Cuidado con lo que deseas. No todos los cuentos terminan bien». El miedo se me instaló en el pecho. ¿Quién podía ser tan cruel? ¿Lucía? ¿Alguna vecina chismosa?

Esa noche, cuando Daniel regresó, discutimos como nunca antes.

—¡No puedo más! —grité—. ¡Siento que ella siempre va a estar entre nosotros!

Daniel me abrazó, pero yo sentí su cuerpo tenso, distante. —Mariana, es la madre de mi hijo… No puedo simplemente borrarla.

—¿Y yo? ¿Cuándo voy a ser tu prioridad?

Las semanas siguientes fueron una tortura. Lucía empezó a aparecerse en todos lados: en la tienda, en la iglesia, incluso en la plaza donde yo vendía mis artesanías. Siempre tenía algo para decirme:

—¿No te molesta que Daniel todavía tenga mis fotos guardadas? —me susurró un día.

Corrí a casa y busqué entre las cosas de Daniel. Encontré una caja con fotos viejas: Lucía embarazada, Daniel sonriendo junto a ella. Sentí celos, rabia y tristeza al mismo tiempo.

Esa noche le pedí explicaciones.

—No puedo borrar mi pasado —me dijo—. Pero te juro que te amo a ti.

Pero las palabras no bastaban. El pueblo empezó a hablar más fuerte: que si yo era una intrusa, que si Daniel nunca dejaría de amar a Lucía. Mi suegra tampoco ayudaba:

—Lucía siempre fue buena madre… y esposa —me decía con tono ácido mientras pelaba papas.

Empecé a sentirme sola, aislada. Mis amigas dejaron de invitarme a sus reuniones; decían que no querían problemas con Lucía. Hasta mi trabajo empezó a verse afectado: las clientas preferían comprarle a otras vendedoras para no «meterse en líos».

Un día decidí enfrentar a Lucía. La esperé afuera de la escuela donde recogía a su hijo.

—¿Por qué me odias tanto? —le pregunté sin rodeos.

Ella me miró con frialdad.—No te odio, Mariana. Solo quiero lo que es mío… y Daniel siempre será parte de mi vida.

—Pero él ya no te ama —le respondí temblando.

Lucía sonrió.—Eso crees tú. Pero aquí todos saben quién fue primero.

Salí corriendo, sintiendo que nunca podría ganar esa batalla. Esa noche lloré hasta quedarme dormida.

Pasaron los meses y Daniel empezó a cambiar: llegaba tarde, se mostraba distante. Un día encontré un recibo de hotel en su chaqueta. Mi mundo se vino abajo.

—¿Me estás engañando con ella? —le pregunté entre lágrimas.

Daniel negó todo.—Solo fui a dejar al niño porque Lucía tenía una emergencia…

Pero ya no le creí. La desconfianza se instaló entre nosotros como una sombra imposible de disipar.

Finalmente, una tarde lluviosa, Daniel me confesó:

—No sé si puedo seguir así… Siento que siempre estoy entre dos fuegos.

Me quedé sola en casa mientras él se iba «a pensar las cosas». Miré por la ventana y vi cómo Lucía pasaba por la calle con su hijo de la mano. Me pregunté si alguna vez podría ser feliz sin sentirme una intrusa en mi propia vida.

Hoy escribo esto sin saber qué hacer. ¿Es normal vivir bajo la sombra del pasado de tu pareja? ¿O debería buscar mi propia felicidad lejos de todo esto?

A veces me pregunto: ¿cuánto más puede aguantar el corazón antes de romperse por completo? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?