¿Es este el final… o apenas el principio?

—¿Mariana, te casarías conmigo? —La voz de Julián temblaba, y el olor a ron barato llenaba el aire del pequeño balcón donde me abrazaba bajo las luces de la ciudad de Medellín. Yo tenía veintiséis años y el corazón lleno de ilusiones. Él era divertido, apasionado, y cuando me miraba sentía que nada malo podía pasarme. Pero esa noche, mientras aceptaba su anillo improvisado con una sonrisa nerviosa, no imaginaba que estaba diciendo sí a una vida marcada por el dolor y la incertidumbre.

Mi mamá siempre decía: “Uno no se casa con la persona, sino con sus demonios”. Yo no entendía esas palabras hasta que los demonios de Julián se instalaron en nuestra casa. Al principio, todo era fiesta: reuniones con amigos, risas, música vallenata hasta la madrugada. Pero poco a poco, las botellas vacías se multiplicaron en la cocina y las promesas de “mañana paro” se volvieron parte de nuestra rutina.

—Julián, ¿otra vez llegaste tarde? —le pregunté una noche, mientras trataba de ocultar mi decepción tras una sonrisa forzada.

—No empieces, Mariana. Solo fueron un par de tragos con los muchachos del trabajo —respondió él, evitando mi mirada y tambaleándose hacia el sofá.

Las discusiones se volvieron frecuentes. Yo lloraba en silencio en el baño, apretando los puños para no gritarle a mi reflejo. ¿En qué momento mi vida se había reducido a contar los vasos que él bebía? ¿Por qué sentía culpa por no poder salvarlo?

La familia de Julián fingía no ver el problema. Su mamá, doña Teresa, me decía: “Mija, todos los hombres toman. No seas exagerada”. Pero yo veía cómo Julián se perdía cada día más. Una noche, después de una pelea especialmente dura, me encerré en el cuarto y llamé a mi hermana Camila.

—No puedo más, Cami. Siento que me estoy ahogando —le susurré entre sollozos.

—Mariana, tienes que pensar en ti. El amor no lo cura todo —me respondió ella, su voz firme pero llena de cariño.

Pero yo no podía rendirme tan fácil. Recordaba las tardes en las que Julián me leía poemas en el parque de Envigado, o cuando bailábamos salsa en la sala hasta quedarnos sin aliento. ¿Dónde estaba ese hombre ahora?

Un día desperté con el sonido de vidrios rotos. Julián había llegado borracho y tropezó con la mesa del comedor. Me acerqué para ayudarlo y él me apartó bruscamente.

—¡Déjame! No necesito tu lástima —gritó, con los ojos rojos y la voz quebrada.

Esa fue la primera vez que sentí miedo. No por mí, sino por él. ¿Hasta dónde podía llegar su adicción? ¿Y yo? ¿Hasta dónde podía resistir?

Intentamos terapia de pareja. El psicólogo, don Ernesto, nos miraba con compasión.

—Julián, ¿por qué bebes? —le preguntó una tarde.

—No lo sé… A veces siento que no sirvo para nada. El trabajo está difícil, todo es caro… El trago es lo único que me calma —confesó Julián, bajando la cabeza.

Yo apretaba su mano con fuerza, como si pudiera transferirle mi esperanza. Pero cada recaída era un golpe más a mi fe.

La situación empeoró cuando quedé embarazada. Pensé que la noticia lo motivaría a cambiar. Al principio lloró de alegría y prometió dejar el alcohol.

—Por ti y por nuestro hijo voy a ser otro hombre —me juró una noche mientras acariciaba mi vientre.

Pero las promesas se las llevó el viento. Los meses pasaron y Julián seguía llegando tarde, oliendo a licor y excusas. Mi hijo nació en medio del caos: gritos en la madrugada, discusiones frente a la cuna, noches enteras sin dormir por miedo a lo que pudiera pasar.

Un día encontré a Julián dormido en el suelo del baño, rodeado de botellas vacías. Mi hijo lloraba en la habitación y yo sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Llamé a mi papá y le pedí ayuda. Él llegó esa misma tarde con Camila y entre los dos me convencieron de irme por unos días a su casa en Bello.

—No es tu culpa, hija. A veces amar también es saber soltar —me dijo mi papá mientras me abrazaba fuerte.

Los días en casa de mis padres fueron un bálsamo para mi alma herida. Mi hijo dormía tranquilo y yo podía respirar sin miedo. Pero cada noche pensaba en Julián: ¿Estaría bien? ¿Habría comido algo? ¿Seguiría bebiendo?

Una tarde recibí una llamada inesperada. Era Julián.

—Mariana… perdóname. Estoy en un grupo de apoyo. Quiero cambiar —su voz sonaba sincera pero cansada.

Volví a casa con esperanza renovada. Durante semanas vi a Julián luchar contra sus demonios: asistía a reuniones, evitaba las fiestas, jugaba con nuestro hijo en el parque. Por primera vez en años sentí que tal vez sí era posible reconstruirnos.

Pero la vida no es una telenovela donde todo se resuelve con amor y voluntad. Un día Julián perdió su trabajo y la recaída fue brutal. Volvieron las mentiras, las ausencias y el dolor.

Esa noche lo encontré llorando en la cocina.

—No puedo solo, Mariana… No puedo —me dijo entre sollozos.

Me senté junto a él y lo abracé fuerte. Lloramos juntos por todo lo perdido y lo que nunca sería.

Hoy escribo estas palabras desde un pequeño apartamento donde vivo sola con mi hijo. Julián sigue luchando contra su adicción; yo sigo luchando por no perderme a mí misma en el proceso. A veces me pregunto si hice bien en irme o si debí quedarme un poco más.

¿Hasta dónde debe llegar el amor propio antes de dejar ir al amor de tu vida? ¿Cuántas veces puede uno empezar de nuevo antes de perder la esperanza?

Tal vez este no sea el final… tal vez sea apenas el principio.