La sombra de la desconfianza: ¿Aún somos los mismos?

—¿Por qué llegaste tan tarde otra vez, Mariana? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras mis manos apretaban el borde de la mesa de la cocina. El reloj marcaba las once y media de la noche y el silencio de la casa era apenas interrumpido por el zumbido del refrigerador.

Ella dejó las llaves sobre la mesa y me miró con cansancio, como si esa pregunta fuera una piedra más en la mochila que llevaba cargando desde hace meses.

—Andrés, por favor… No empieces otra vez —susurró, evitando mi mirada. Su cabello aún olía a perfume caro, ese que nunca usaba para ir al trabajo.

No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Llevábamos quince años de casados, dieciséis juntos, y dos hijos: Lucía, de doce años, y Emiliano, de ocho. Vivimos en un barrio de clase media en las afueras de Guadalajara, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el viento. Antes, Mariana y yo éramos inseparables. Ahora, siento que hay un abismo entre nosotros.

Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad. Ella estudiaba psicología y yo ingeniería civil. Nos enamoramos rápido, con esa intensidad que solo se tiene a los veinte años. Nos casamos jóvenes, con sueños grandes y bolsillos vacíos. Construimos nuestra casa poco a poco, ladrillo por ladrillo, con ayuda de mi suegro y algunos amigos del barrio. Mariana siempre fue mi compañera, mi cómplice… hasta que todo empezó a cambiar.

Hace un año, Mariana consiguió un trabajo nuevo en una clínica privada. Al principio estaba feliz por ella; finalmente podía ejercer su carrera después de tantos años dedicada a los niños y a la casa. Pero pronto comenzaron las horas extras, las reuniones fuera del horario laboral, los mensajes en el celular que respondía a escondidas.

Una noche, mientras ella se duchaba, vi una notificación en su teléfono: “Gracias por hoy, fue increíble verte”. El mensaje venía de un tal Rodrigo. Sentí cómo el estómago se me retorcía. No quise ser ese hombre celoso y controlador que tanto detestaba en otros… pero no pude evitarlo. Desde entonces, la duda se instaló en mi pecho como una espina imposible de arrancar.

—¿Quién es Rodrigo? —le pregunté esa misma noche, tratando de sonar casual.

Ella se quedó callada unos segundos, luego respondió:

—Es un colega del trabajo. Nada más.

Pero su voz sonaba diferente. Había algo en su mirada que no reconocía. Desde entonces, cada vez que sonaba su teléfono o salía tarde del trabajo, sentía que el piso se abría bajo mis pies.

Mis amigos me decían que estaba exagerando, que seguro era mi imaginación. Pero yo veía las señales: Mariana ya no quería salir conmigo los fines de semana; prefería quedarse en casa o salir sola con sus amigas. Cuando intentaba abrazarla en la cama, se apartaba suavemente diciendo que estaba cansada.

Una tarde de domingo, mientras Lucía hacía la tarea y Emiliano jugaba con sus carritos en la sala, Mariana recibió una llamada. Se encerró en el baño para contestar. Me acerqué a la puerta y escuché su voz baja, casi susurrando:

—No puedo hablar ahora… sí… yo también…

Sentí una rabia sorda mezclada con tristeza. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros? ¿Cuándo se rompió lo que teníamos?

Esa noche no pude dormir. Me levanté a caminar por la casa oscura, mirando las fotos familiares colgadas en la pared: nuestra boda en Chapala, el primer cumpleaños de Lucía, las vacaciones en Puerto Vallarta. ¿Todo eso era mentira ahora?

Al día siguiente decidí enfrentarla.

—Mariana, necesito saber la verdad —le dije mientras desayunábamos en silencio—. ¿Estás con alguien más?

Ella dejó la taza sobre la mesa y me miró directo a los ojos por primera vez en semanas.

—Andrés… estoy cansada. Cansada de tus preguntas, de tus sospechas. No estoy con nadie más. Pero sí… sí siento que ya no somos los mismos.

Su confesión me golpeó más fuerte que cualquier traición física. ¿Cómo se repara algo así? ¿Cómo se vuelve a confiar cuando el amor se ha llenado de grietas?

Los días siguientes fueron un infierno. Intenté acercarme a ella, proponerle ir a terapia juntos, buscar ayuda… pero Mariana parecía cada vez más distante. Una noche escuché a Lucía llorar en su cuarto. Entré y la encontré abrazando a su osito de peluche.

—¿Por qué peleas tanto con mamá? —me preguntó con voz temblorosa.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de doce años que el amor a veces duele más que cualquier golpe?

Empecé a descuidar mi trabajo; llegaba tarde a las obras y cometía errores tontos. Mis compañeros notaron mi distracción.

—Ánimo, compa —me dijo Javier, mi mejor amigo—. No eres el primero ni el último al que le pasa esto. Habla con ella antes de que sea demasiado tarde.

Pero ya era tarde. Una tarde Mariana me dijo que necesitaba tiempo para pensar. Se fue a casa de su hermana en Tlaquepaque por unos días, llevándose a los niños.

La casa quedó vacía y silenciosa. Me senté en la sala rodeado de juguetes tirados y platos sin lavar. Lloré como no lloraba desde niño.

Pensé en buscarla, pedirle perdón por mis celos, prometerle cambiar… pero también sentí rabia: ¿por qué tenía que ser yo el único en luchar por lo nuestro?

Pasaron tres días antes de que Mariana regresara con los niños. Nos sentamos a hablar como dos extraños compartiendo un secreto doloroso.

—Andrés —me dijo—, no quiero seguir viviendo así. No sé si te he sido infiel o si simplemente dejé de amarte como antes… pero necesito encontrarme a mí misma antes de seguir contigo.

No hubo gritos ni reproches; solo lágrimas silenciosas y abrazos rotos.

Ahora duermo solo en nuestra cama grande. Los niños pasan algunos días conmigo y otros con ella. La casa ya no huele a su perfume ni suena su risa por las mañanas.

A veces me pregunto si todo esto fue culpa mía o si simplemente el amor tiene fecha de caducidad. ¿Cuántas parejas viven atrapadas entre los celos y el miedo a perderse? ¿Vale la pena luchar cuando ya no queda nada?

¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede volver a confiar después de tanta desconfianza? ¿O es mejor aprender a soltar antes de destruirse por dentro?