Cuando dejé de depilarme: Una historia de coraje y prejuicio en México

—¿Así vas a salir? —La voz de mi mamá retumbó en el pasillo, justo cuando yo estaba por abrir la puerta. Me detuve, con la mano en el picaporte, sintiendo cómo la sangre me subía al rostro. Miré hacia abajo, a mis piernas cubiertas de vello oscuro, y luego a sus ojos llenos de desaprobación.

—Sí, mamá. Así voy a salir —le respondí, tratando de sonar firme aunque por dentro temblaba.

Mi nombre es Verónica, tengo treinta años y vivo en un barrio popular de Guadalajara. Hace seis meses tomé una decisión que cambió mi vida: dejé de depilarme las piernas y las axilas. No fue por flojera ni por rebeldía sin causa; fue porque me cansé de sentirme incómoda en mi propia piel, de gastar tiempo y dinero solo para cumplir con una expectativa que nunca sentí mía.

Pero nadie lo entendió. Ni mi mamá, ni mis hermanas, ni mis amigas del trabajo. La primera vez que fui a la oficina con falda y sin depilar, sentí todas las miradas clavadas en mí. Mariana, mi compañera de escritorio, me susurró al oído:

—¿Te pasó algo? ¿No tuviste tiempo o qué?

Me reí nerviosa y le dije que era una decisión personal. Ella me miró como si estuviera loca. Ese día, durante la comida, escuché a dos colegas cuchicheando:

—Dicen que Verónica ya no se rasura… Qué asco, ¿no?

Me dolió más de lo que quiero admitir. Llegué a casa y me encerré en el baño, mirándome al espejo. ¿Por qué algo tan simple podía causar tanto escándalo? ¿Por qué mi cuerpo tenía que ser motivo de vergüenza?

En casa la situación no era mejor. Mi mamá empezó a dejarme rastrillos en el lavabo, como si fuera una indirecta sutil. Mi hermana menor, Fernanda, me decía en broma:

—Ya pareces hombre, Vero. ¿No te da pena?

Pero lo peor fue la reacción de mi papá. Una noche durante la cena, mientras hablábamos de cualquier cosa, soltó:

—No entiendo por qué las mujeres ahora quieren parecerse a los hombres. ¿Qué sigue? ¿Dejarse bigote?

Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que no se trataba de parecerme a nadie, sino de ser yo misma. Pero solo atiné a bajar la cabeza y terminar mi sopa en silencio.

Las semanas pasaron y los comentarios no cesaron. En el mercado, una señora me miró las piernas y murmuró algo a su hija. En el camión, un hombre me lanzó una mirada burlona y le dijo a su amigo:

—Mira nomás esa feminista.

Empecé a dudar de mi decisión. Me preguntaba si valía la pena tanto conflicto por algo tan pequeño. Pero cada vez que pensaba en volver a depilarme solo para complacer a los demás, sentía una rabia sorda crecer dentro de mí.

Un día, después de una discusión especialmente dura con mi mamá —quien me acusó de querer llamar la atención y avergonzar a la familia— salí corriendo al parque del barrio. Me senté en una banca y lloré como no lo hacía desde niña. Sentí que estaba sola contra el mundo.

Fue entonces cuando se sentó junto a mí una señora mayor, doña Lupita, vecina de toda la vida. Me miró con ternura y me preguntó qué me pasaba. Le conté todo entre sollozos: las críticas, las burlas, el rechazo.

Doña Lupita me tomó la mano y me dijo:

—Mira, mija, la gente siempre va a hablar. Si no es por los pelos, será por otra cosa. Lo importante es que tú estés bien contigo misma. Yo también fui diferente cuando era joven y sufrí mucho por eso… pero aprendí que nadie vive tu vida más que tú.

Sus palabras fueron como un bálsamo. Por primera vez sentí que alguien me entendía.

A partir de ese día decidí dejar de esconderme. Empecé a usar shorts y blusas sin mangas sin importarme las miradas ajenas. En el trabajo seguían los comentarios, pero poco a poco algunas compañeras se acercaron a preguntarme por qué lo hacía. Les expliqué que era una forma de aceptarme tal como soy y cuestionar los estándares absurdos que nos imponen.

Un día Mariana me confesó:

—La neta, yo también odio depilarme… pero nunca me atrevería a dejarlo.

Le sonreí y le dije:

—No tienes que hacerlo si no quieres. Pero tampoco deberíamos sentirnos obligadas.

En casa la tensión seguía, pero empecé a responder con más seguridad:

—Mamá, este es mi cuerpo y yo decido cómo llevarlo.

A veces discutíamos fuerte; otras veces solo nos ignorábamos. Pero poco a poco noté que mi familia empezó a acostumbrarse. Ya no era tema diario; ya no sentía tantas miradas acusadoras.

Lo más difícil fue enfrentar mis propios miedos: el miedo al rechazo, al ridículo, a quedarme sola. Pero descubrí que la verdadera libertad está en aceptarse uno mismo, aunque eso signifique ir contra la corriente.

Hoy puedo decir que soy más feliz que antes. No porque haya convencido a todos —al contrario, sé que muchos siguen pensando que estoy loca— sino porque aprendí a escucharme y respetarme.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar lo diferente? ¿Cuántas veces hemos juzgado sin entender? Ojalá algún día podamos vivir en una sociedad donde cada quien pueda ser como quiera sin miedo al qué dirán.