El Cumpleaños de Ema: Secretos Entre Paredes
—¿Por qué tuviste que invitarlo? —le susurré a Mariana, mi esposa, mientras el ascensor subía al sexto piso del edificio nuevo donde vivía Ema.
Ella me miró con esos ojos que siempre me desarman, pero esta vez había algo de culpa en su mirada.
—Es su cumpleaños, Andrés. No podía dejar afuera a su hermano. Además, prometiste que hoy ibas a comportarte.
No respondí. El ascensor se abrió y el olor a pan recién horneado y café fuerte nos envolvió. El departamento de Ema era todo lo que uno soñaría tener: cuatro habitaciones amplias, ventanales enormes, muebles modernos y una mesa larga repleta de comida. Pero lo que más llamaba la atención era la risa de Ema, esa risa contagiosa que llenaba el aire y hacía olvidar, por un momento, las grietas invisibles entre los presentes.
—¡Mariana! ¡Andrés! —Ema corrió a abrazarnos—. ¡Por fin llegaron! Pasen, pasen, siéntanse como en casa.
La abracé con sinceridad. Ema siempre fue como una hermana para Mariana y, aunque yo nunca terminé de entender su amistad, la apreciaba. Pero hoy no podía dejar de pensar en lo que había pasado hace dos años, en esa noche en la que todo cambió para nuestra familia.
La mesa estaba llena: queso gouda con lágrimas doradas, chorizo artesanal, pescado al horno, carne asada (el nuevo horno de Ema era la envidia del barrio), pepinos encurtidos y pan crujiente. Todos reían y brindaban, pero yo no podía dejar de mirar a Daniel, el hermano menor de Ema. Él también me miraba, como si supiera que yo sabía.
—¿Y cómo va el trabajo, Andrés? —preguntó Daniel con una sonrisa forzada mientras se servía más vino.
—Bien —respondí seco—. Mucho estrés, ya sabes cómo es.
Mariana me apretó la mano debajo de la mesa. Ema notó la tensión y cambió rápido de tema.
—¿Recuerdan cuando nos escapamos de la clase de economía para ir al parque México? —dijo Ema mirando a Mariana—. ¡Casi nos expulsan!
Todos rieron menos Daniel y yo. Él bajó la mirada y jugueteó con el tenedor. Yo sentí un nudo en el estómago. Nadie más sabía lo que había pasado esa noche después del parque, nadie excepto Daniel y yo.
La fiesta avanzaba entre brindis y anécdotas. Los padres de Ema bailaban cumbia en el balcón; los niños jugaban a las escondidas entre los cuartos llenos de luz. Pero yo no podía relajarme. Cada vez que Daniel se acercaba sentía que el aire se volvía más denso.
En un momento, Mariana fue a la cocina a buscar más hielo y quedé solo con Daniel en el pasillo.
—¿Hasta cuándo vas a seguir callando? —me susurró él, con voz temblorosa—. No puedo más con esto.
—No es el momento ni el lugar —le respondí entre dientes—. No arruines el cumpleaños de tu hermana.
Él me miró con rabia y tristeza al mismo tiempo.
—¿Y cuándo va a ser el momento? ¿Cuando ya nadie quiera mirarnos a la cara?
Antes de que pudiera responderle, Ema apareció con una bandeja de pastelitos y nos sonrió como si nada pasara.
—¡Vengan! ¡Vamos a cantar el feliz cumpleaños!
Nos sentamos todos alrededor de la mesa. Mariana me miró preocupada; yo traté de sonreírle pero sentía que me ahogaba. Cuando apagaron las luces y todos empezaron a cantar, Daniel se levantó de golpe y golpeó la mesa con el puño.
—¡Basta! —gritó—. No puedo seguir fingiendo. ¡Tengo que decir la verdad!
El silencio fue absoluto. Los niños dejaron de reír; los padres dejaron de bailar; Mariana me miró aterrada; Ema se quedó petrificada con la vela encendida frente a ella.
Daniel respiró hondo y empezó a hablar:
—Hace dos años, después del cumpleaños de Mariana… Andrés y yo tuvimos un accidente con el auto. Íbamos borrachos. Chocamos contra un poste y…
Me levanté de golpe.
—¡Cállate! —le grité—. ¡No tienes derecho!
Pero ya era tarde. Todos nos miraban horrorizados.
Daniel siguió:
—No fue solo un accidente. Había una mujer cruzando la calle… Nunca supimos si sobrevivió. Andrés me obligó a huir.
Sentí que el mundo se me venía abajo. Mariana empezó a llorar; Ema se tapó la boca con las manos; los padres de Ema se quedaron mudos; los niños corrieron a esconderse.
—¿Es cierto eso, Andrés? —preguntó Mariana con voz quebrada.
No pude responderle. Solo bajé la cabeza y sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos.
Ema se acercó despacio y me miró como si no pudiera reconocerme.
—¿Por qué nunca dijiste nada? ¿Por qué nos mentiste todo este tiempo?
No tenía respuestas. Solo podía pensar en esa noche, en el miedo, en la culpa que me había acompañado cada día desde entonces.
Daniel lloraba desconsolado; Mariana temblaba; Ema parecía una estatua rota en medio del salón perfecto donde todo se había derrumbado en segundos.
Nadie volvió a cantar el feliz cumpleaños. Nadie volvió a probar la comida ni el pastel. La fiesta terminó en silencio, con cada uno huyendo de sus propios fantasmas.
Esa noche dormí solo en el sofá del departamento vacío. Mariana se fue sin decir palabra; Ema no contestó mis mensajes; Daniel desapareció antes del amanecer.
Ahora escribo esto mirando las luces lejanas de la ciudad desde la ventana del sexto piso. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme por lo que hice… o por lo que callé tanto tiempo.
¿Ustedes creen que uno puede empezar de nuevo después de destruir todo lo que ama? ¿O hay errores que nunca se pueden reparar?