Bajo el techo de lámina: La sombra de mi familia
—¡No te atrevas a decirle nada a tu papá, Mariana!— me susurró mi mamá, apretando mi brazo con fuerza mientras el ventilador oxidado del techo hacía más ruido que nunca. El calor de Veracruz se pegaba a la piel como una segunda camisa, pero el frío que sentí en ese momento venía de adentro. Tenía quince años y acababa de descubrir el secreto que cambiaría mi vida para siempre: mi padre tenía otra familia en Coatzacoalcos.
No era la primera vez que escuchaba gritos en casa. Mi hermano, Emiliano, siempre defendía a mamá, pero esa noche se encerró en su cuarto y puso la música a todo volumen. Yo me quedé sola en la cocina, mirando la sombra de mi madre recortada contra la luz amarilla del foco. —Tienes que entender, hija— murmuró ella, con los ojos vidriosos—, aquí nadie es completamente inocente.
Crecí bajo un techo de lámina y eternit, donde cada gota de lluvia era un tamborileo que no me dejaba dormir. Mi papá, Don Rogelio, era maestro de secundaria y todos lo respetaban en el barrio. Pero en casa era otro hombre: callado, ausente, a veces violento. Cuando llegaba tarde y olía a perfume barato, mamá fingía no darse cuenta. Yo sí lo notaba, pero aprendí a callar desde niña.
La escuela era mi único escape. Mi mejor amiga, Lucía, siempre decía que yo tenía madera para salir adelante. —Tú no eres como los demás aquí— me decía mientras compartíamos una torta de frijoles en el recreo—. Vas a irte lejos, vas a estudiar en la UNAM o algo así. Pero yo solo sonreía; ¿cómo explicarle que las cadenas invisibles pesan más que las de hierro?
El día que enfrenté a mi padre fue el más largo de mi vida. Lo esperé sentada en la sala, con las manos sudorosas y el corazón golpeando fuerte. Cuando entró, lo miré directo a los ojos:
—¿Por qué nos mentiste? ¿Por qué tienes otra familia?
El silencio fue tan denso que casi podía cortarse con cuchillo. Mamá lloraba en la cocina. Emiliano ni siquiera salió de su cuarto. Papá se sentó frente a mí y por primera vez lo vi frágil, como si se hubiera encogido.
—No entiendes nada, Mariana— dijo con voz ronca—. La vida no es tan simple como crees.
Esa noche dormí poco. Escuché a mis padres discutir hasta el amanecer. Al día siguiente, mamá me pidió que no hablara del tema con nadie. —Aquí las cosas se arreglan en familia— insistió. Pero yo ya no podía callar más.
Empecé a faltar a clases. Me sentía perdida, traicionada por todos. Lucía me buscó varias veces, pero yo no quería hablar con nadie. Un día, mientras caminaba por el malecón, vi a mi padre con una mujer y una niña pequeña. La niña tenía mis mismos ojos.
Me temblaron las piernas. Quise gritarle algo, pero solo pude llorar en silencio. Esa imagen me persiguió durante meses.
En casa todo empeoró. Emiliano empezó a beber y a meterse en problemas con la policía. Mamá se volvió más dura conmigo; cualquier cosa era motivo para gritarme o castigarme. Yo sentía que me ahogaba bajo ese techo de lámina caliente y secretos podridos.
Un día decidí irme. Hablé con Lucía y le pedí ayuda para buscar trabajo en Xalapa. Ella me ofreció quedarme unos días en su casa mientras encontraba algo estable. Cuando le conté todo lo que pasaba en mi familia, lloró conmigo.
—No tienes la culpa de nada, Mariana— me dijo abrazándome fuerte—. No eres responsable de los errores de tus padres.
Trabajé como mesera en una cafetería del centro y ahorré cada peso para poder rentar un cuartito. Al principio fue difícil; extrañaba a Emiliano y hasta a mi mamá, aunque nunca lo admití en voz alta. Pero por primera vez sentí que podía respirar sin miedo.
Con el tiempo retomé la prepa abierta y conocí gente nueva. Una tarde recibí una llamada inesperada: Emiliano estaba en el hospital tras una pelea callejera. Volví a Veracruz sin pensarlo dos veces.
Encontré a mi hermano demacrado, pero vivo. Mamá estaba junto a él, más vieja y cansada que nunca. Cuando me vio entrar, rompió en llanto.
—Perdóname, hija— sollozó—. No supe protegerlos.
La abracé sin decir nada. Por primera vez entendí que ella también era víctima de esa sombra familiar.
Papá nunca volvió a casa después de eso; se fue con su otra familia y dejó un vacío imposible de llenar. Emiliano salió adelante poco a poco y yo regresé a Xalapa para terminar mis estudios.
Hoy tengo 28 años y trabajo como psicóloga en una organización que ayuda a jóvenes en situación vulnerable. A veces sueño con aquel techo de lámina y el sonido de la lluvia golpeando fuerte mientras yo lloraba en silencio.
Me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo; si es posible romper el ciclo de secretos y mentiras que marcó mi infancia.
¿Ustedes creen que uno puede sanar realmente? ¿O hay heridas familiares que nunca cierran?