El departamento de mi hijo y la sombra de la nueva esposa

—¿Por qué siempre tienes que consentirlo tanto, Julián? —La voz de Fernanda retumbó en el pasillo del edificio, justo cuando yo llegaba a dejarle a Emiliano su mochila para el colegio.

Me quedé paralizada. No era la primera vez que escuchaba a Fernanda quejarse, pero nunca con tanta rabia. Julián, mi exesposo, sostenía las llaves del departamento nuevo que acababa de comprarle a nuestro hijo. Emiliano, con sus doce años y su sonrisa nerviosa, miraba al suelo.

—Es mi hijo, Fernanda. Quiero que tenga un lugar seguro —respondió Julián, intentando mantener la calma.

Yo me aclaré la garganta y entré en la escena. —¿Pasa algo? —pregunté, fingiendo no haber escuchado nada.

Fernanda me lanzó una mirada fría. —Nada que te importe, Lucía. Solo hablamos de prioridades. Hay cosas más importantes que comprarle un departamento a un niño.

Victoria, mi exsuegra, apareció detrás de mí. Siempre había sido mi aliada, incluso después del divorcio. Me abrazó suavemente y susurró: —No te preocupes, hija. Todo se va a arreglar.

Pero yo sabía que no era así. Desde que Julián se casó con Fernanda, todo cambió. Ella llegó con sus propias heridas y resentimientos. Tenía dos hijos adolescentes de un matrimonio anterior y sentía que Julián debía repartir todo por igual. Pero Emiliano era su único hijo biológico, y yo no podía permitir que lo desplazaran.

Esa noche, Emiliano me preguntó mientras cenábamos arroz con pollo:

—Mamá, ¿por qué Fernanda está enojada conmigo?

Se me hizo un nudo en la garganta. —No es contigo, mi amor. A veces los adultos se complican por cosas que no entienden los niños.

Pero Emiliano no era tonto. Sabía que algo andaba mal. Lo veía en los silencios incómodos cuando íbamos a casa de Julián los fines de semana. En cómo Fernanda lo miraba cuando él hablaba de su nuevo departamento.

Un sábado, mientras Emiliano jugaba videojuegos en su cuarto nuevo, escuché a Fernanda discutir con Julián en la cocina:

—¡No es justo! Mis hijos también merecen algo así. ¿Por qué Emiliano sí y ellos no?

—Fernanda, yo amo a tus hijos, pero Emiliano es mi responsabilidad directa. Tú recibes pensión de tu exmarido para tus hijos. Yo solo quiero asegurarle un futuro a mi hijo.

—¡Siempre Emiliano primero! ¿Y si mañana nos separamos? ¿Vas a dejarme en la calle también?

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Por qué los adultos arrastramos a los niños en nuestras guerras?

Victoria intentó mediar varias veces. Una tarde me llamó:

—Lucía, hija, ¿puedes venir a tomar café? Quiero hablar contigo.

Fui a su casa en el barrio de Caballito, donde siempre me sentí bienvenida. Me sirvió mate y medialunas.

—Fernanda está celosa —me dijo sin rodeos—. Siente que nunca va a ocupar tu lugar ni el de Emiliano en el corazón de Julián.

—Pero yo ya no quiero ese lugar —le respondí—. Solo quiero que mi hijo esté bien.

Victoria suspiró. —Lo sé. Pero el corazón humano es complicado.

Los días pasaron y la tensión creció. Fernanda empezó a decirle cosas feas a Emiliano:

—No te creas tanto por tener un departamento. Hay niños que no tienen ni para comer.

Emiliano me lo contó llorando una noche. Sentí una furia ciega y llamé a Julián.

—No voy a permitir que tu esposa trate así a nuestro hijo —le grité—. Si sigue así, voy a pedir la custodia completa.

Julián estaba cansado y triste. —No sé qué hacer, Lucía. Fernanda amenaza con irse si sigo priorizando a Emiliano.

—Entonces déjala ir —le dije—. Tu hijo es primero.

Pero no era tan fácil. En Latinoamérica las familias ensambladas son cada vez más comunes y los conflictos por herencias y favoritismos están a la orden del día. Todos tenemos miedo de perder algo: amor, seguridad, pertenencia.

Un día recibí una llamada inesperada de Fernanda:

—Lucía, ¿podemos hablar?

Nos encontramos en una cafetería del centro. Ella estaba nerviosa.

—No quiero pelear —me dijo—. Solo quiero entender por qué todo tiene que ser tan desigual.

Le expliqué lo que sentía como madre: el miedo constante de que mi hijo fuera desplazado o maltratado en su propia familia.

Fernanda lloró. Me contó que su exmarido nunca le dio nada a sus hijos y que siempre tuvo miedo de quedarse sola y sin recursos.

—No es contra Emiliano —me confesó—. Es contra el miedo de volver a perderlo todo.

Por primera vez sentí compasión por ella. Le propuse buscar ayuda profesional para todos: terapia familiar, mediación… lo que fuera necesario para proteger a Emiliano y también a sus hijos.

Julián aceptó ir a terapia con Fernanda y conmigo. Fue duro al principio: muchos reproches salieron a flote, muchas heridas abiertas sangraron otra vez. Pero poco a poco aprendimos a escucharnos sin juzgar tanto.

Hoy las cosas no son perfectas, pero hemos avanzado. Emiliano sigue teniendo su departamento y Fernanda ha entendido que no pierde nada si él gana algo.

A veces me pregunto si alguna vez podremos ser una familia realmente unida o si solo estamos pegando los pedazos rotos con cinta adhesiva emocional.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde lucharían por la paz de sus hijos cuando los adultos parecen empeñados en pelear?