El día que tuve que pedirle a mi madre que se fuera

—¡No puedes seguir así, mamá! —grité, con la voz temblorosa y los ojos llenos de lágrimas, mientras la lluvia golpeaba los ventanales de nuestro pequeño departamento en el centro de Puebla. Mi hija, Valeria, se escondía detrás de la puerta del baño, asustada por los gritos. Mi madre, Teresa, me miró con esa mezcla de orgullo herido y rabia contenida que tantas veces había visto desde que llegó a vivir conmigo.

Nunca imaginé que llegaría este día. Cuando era niña, mamá era mi refugio. Recuerdo las noches en nuestro barrio de San Andrés Cholula, cuando me arropaba y me contaba historias de su infancia en Veracruz. Me hacía trenzas antes de ir a la primaria y me preparaba atole con pan dulce cuando llovía. Yo pensaba que nada ni nadie podría separarnos.

Pero la vida no es una telenovela. Después de que papá nos dejó por otra mujer —una vecina que vendía tamales en la esquina—, mamá cambió. Se volvió dura, desconfiada, siempre a la defensiva. Yo tenía apenas doce años y ya sentía el peso de su amargura sobre mis hombros. «Los hombres no sirven para nada, hija. No confíes en nadie más que en mí», me repetía cada noche.

Años después, cuando terminé la prepa y conseguí trabajo como cajera en un supermercado, mamá perdió su empleo como costurera. La invité a vivir conmigo porque no soportaba verla sola y deprimida. Pensé que podríamos recuperar algo de lo que habíamos perdido. Pero el pasado no perdona tan fácil.

Al principio todo iba bien. Mamá ayudaba con Valeria, cocinaba sus guisos favoritos y hasta reía de vez en cuando. Pero pronto empezaron los problemas: criticaba cómo criaba a mi hija, menospreciaba mis esfuerzos por salir adelante y se metía en cada aspecto de mi vida. «¿Por qué le das tanto tiempo al celular? Así nunca vas a encontrar un buen hombre», me decía mientras yo intentaba terminar mis tareas del trabajo.

Una noche, después de una discusión especialmente amarga sobre el dinero —»¡Siempre gastas en tonterías! Por eso nunca tienes nada»—, sentí que algo se rompía dentro de mí. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. Al día siguiente, mamá fingió que nada había pasado, pero yo ya no era la misma.

Las semanas siguientes fueron una guerra silenciosa. Mamá se quejaba por todo: el ruido de Valeria, la comida, los vecinos, hasta el clima. Yo trataba de mantener la paz por mi hija, pero cada día era más difícil respirar en mi propia casa.

Una tarde, mientras preparaba la cena, escuché a mamá decirle a Valeria: «Tu mamá no sabe hacer nada bien. Si no fuera por mí, estarían viviendo en la calle». Sentí una furia tan grande que casi tiro la olla al suelo.

—¡Basta! —le grité—. ¡No tienes derecho a hablarle así a mi hija!

Mamá me miró con desprecio.

—¿Y tú qué sabes? Eres igualita a tu padre: débil y desagradecida.

Las palabras me cortaron como cuchillos. Recordé todas las veces que me había sentido insuficiente, todos los sacrificios que hice para mantenernos a flote. Sentí ganas de salir corriendo y no volver jamás.

Esa noche no pude dormir. Pensé en mi infancia, en cómo mamá me protegía del mundo, pero también en cómo su dolor se había convertido en una cadena para las dos. ¿Era justo seguir viviendo así? ¿Era justo para Valeria crecer entre gritos y reproches?

Al amanecer, tomé una decisión. Preparé café y esperé a que mamá se levantara.

—Mamá —dije con voz firme—, creo que es mejor que busques otro lugar donde vivir.

Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Me estás corriendo?

—No puedo más —respondí, tratando de contener las lágrimas—. Esto nos está haciendo daño a todas.

Mamá se quedó callada un momento. Luego se levantó lentamente y fue a su cuarto. Empacó sus cosas en silencio mientras Valeria me abrazaba fuerte por la cintura.

Antes de irse, mamá se detuvo en la puerta.

—Algún día vas a entender lo que es ser madre —me dijo con voz quebrada—. Y ese día te vas a arrepentir.

La vi alejarse bajo la lluvia, arrastrando su maleta vieja por la banqueta. Sentí un vacío inmenso, una culpa que me quemaba por dentro. Pero también sentí alivio. Por primera vez en años, mi casa estaba en silencio.

Esa noche abracé a Valeria y lloramos juntas. No sé si hice lo correcto. No sé si algún día podré perdonarme por haberle pedido a mi madre que se fuera. Pero sé que tenía que proteger a mi hija y a mí misma del ciclo de dolor que nos estaba ahogando.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el amor filial? ¿Es posible romper con el pasado sin traicionar a quienes más amamos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?