De un susto a tres bendiciones: El día que mi vida cambió para siempre

—¡No puede ser, Mariana! ¿Estás segura de que ya es hora? —le pregunté mientras ella apretaba mi mano con una fuerza que nunca le había conocido. Eran las tres de la mañana y la ciudad de México dormía bajo una lluvia fina, pero en nuestro pequeño departamento de Iztapalapa, el mundo parecía estar a punto de explotar.

—¡Ya, David! ¡Llama a mi mamá y agarra la maleta! —me gritó entre jadeos, con los ojos llenos de lágrimas y miedo. Nuestro hijo Emiliano, de casi cinco años, se despertó asustado por el alboroto. Lo abracé rápido, le di un beso en la frente y le prometí que pronto conocería a su hermanito.

El taxi tardó una eternidad en llegar. Mariana sudaba frío y yo sentía que el corazón se me salía del pecho. El hospital general estaba saturado, como siempre. Nos tocó esperar en un pasillo lleno de mujeres con dolor y hombres nerviosos. Mariana apretaba los dientes, yo le secaba la frente con mi camiseta. Pensé en mi trabajo de repartidor, en las cuentas atrasadas, en la renta que apenas habíamos pagado. Pero cuando vi la cara de Mariana, supe que nada de eso importaba ahora.

—Señor David Ramírez, ¿es usted el esposo? —me llamó una enfermera joven, con acento de Veracruz.

—Sí, soy yo. ¿Cómo está mi esposa?

—Vamos a pasarla a sala de parto. Pero…

El «pero» me heló la sangre. ¿Qué podía estar mal? ¿El bebé venía mal? ¿Había complicaciones? La enfermera me miró con una mezcla de compasión y asombro.

—¿No le dijeron en los ultrasonidos? Su esposa… está esperando tres bebés.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Tres. No uno. Tres. Mi mente se llenó de imágenes: tres cunas, tres bocas que alimentar, tres uniformes escolares, tres pares de zapatos. Mariana no lo sabía. Yo tampoco. Nadie lo sabía. ¿Cómo era posible?

Corrí a buscarla antes de que entrara al quirófano. Le tomé la mano y le susurré al oído:

—Amor… son tres.

Ella me miró como si estuviera bromeando. Luego rompió a llorar, pero no sé si de miedo o de alegría. Tal vez las dos cosas.

Las horas siguientes fueron un torbellino: médicos corriendo, enfermeras trayendo incubadoras, mi suegra rezando en voz baja en la sala de espera. Yo solo podía pensar en Emiliano, en cómo le explicaría que ahora tendría no uno, sino tres hermanitos.

Cuando por fin me dejaron entrar a verlos, vi a Mariana exhausta pero sonriente, con tres pequeños milagros dormidos junto a ella: Valeria, Mateo y Lucía. Eran diminutos, frágiles como pajaritos recién nacidos. Los médicos decían que estaban bien, pero necesitarían cuidados especiales.

La noticia corrió como pólvora por WhatsApp y Facebook. Mi mamá llegó desde Puebla al día siguiente con una bolsa llena de tamales y lágrimas en los ojos. Mis hermanos ofrecieron ayudarnos con lo que pudieran. Pero la realidad era dura: nuestro departamento apenas tenía espacio para cuatro personas, mucho menos para seis.

Las primeras semanas fueron un infierno y un paraíso al mismo tiempo. Mariana apenas podía dormir; yo trabajaba doble turno para comprar pañales y leche. Emiliano se sentía desplazado y lloraba por las noches. A veces discutíamos por tonterías: que si yo no ayudaba lo suficiente, que si ella estaba demasiado cansada para hablarme.

Una tarde, mientras cambiaba pañales y escuchaba el llanto sincronizado de los tres bebés, sentí que no podía más. Salí al balcón y miré las luces lejanas del centro de la ciudad. Pensé en huir, en dejarlo todo atrás. Pero luego escuché la voz de Emiliano detrás de mí:

—Papá… ¿me quieres aunque ya no sea el único?

Me arrodillé y lo abracé fuerte.

—Te quiero más que nunca, hijo. Ahora somos más, pero eso solo significa que hay más amor para todos.

Poco a poco aprendimos a organizarnos: Mariana se unió a un grupo de mamás en Facebook donde le regalaron ropa usada; mi jefe me permitió hacer entregas solo por las mañanas para poder ayudar en casa; mis vecinos nos prestaron una cuna extra; hasta la señora Lupita del mercado nos regalaba frutas maduras para los niños.

Pero no todo era solidaridad: algunos amigos dejaron de visitarnos porque «ya éramos demasiados»; otros nos criticaban por «no planear bien» nuestra familia; incluso mi suegro llegó a decirme una noche:

—David, ¿cómo vas a mantener tanta boca? No puedes vivir solo de milagros.

Me dolió su desconfianza, pero también entendí su miedo. Yo mismo lo sentía cada vez que veía la cuenta del banco o cuando Mariana lloraba de cansancio.

Un día, Valeria enfermó de bronquiolitis y tuvimos que correr al hospital otra vez. Estuve horas sentado en la sala de espera rezando por primera vez en años. Cuando salió el doctor y me dijo que estaría bien, sentí una gratitud tan grande que quise abrazar al mundo entero.

Hoy han pasado seis meses desde aquella noche imposible. Nuestra casa sigue siendo pequeña y nuestros problemas grandes, pero el amor crece cada día. Emiliano ayuda a bañar a sus hermanos; Mariana sonríe más seguido; yo aprendí a cambiar pañales con una mano mientras preparo biberones con la otra.

A veces me pregunto si algún día podré darles todo lo que merecen o si lograré ser el padre que necesitan. Pero cuando veo a mis hijos dormir juntos, tan diferentes pero tan unidos, sé que valió la pena cada lágrima y cada noche sin dormir.

¿Y ustedes? ¿Qué harían si la vida les diera una sorpresa así? ¿Se atreverían a abrazar el caos o saldrían corriendo? Yo elegí quedarme… porque aquí encontré mi verdadero hogar.