Doble cumpleaños: Fuego, secretos y cicatrices en la familia

—¿Por qué me miras así, Camilo? —pregunté, sintiendo el sudor frío recorrerme la espalda, aunque la tarde era cálida en Monterrey.

Él no respondió de inmediato. Se limitó a girar el vaso de whisky entre los dedos, observando cómo el hielo se derretía lentamente. El zumbido de los autos afuera apenas lograba colarse por la ventana cerrada. Yo estaba sentada en el sillón de cuero, con las manos apretadas sobre las rodillas, esperando una explicación. Sabía que algo no andaba bien desde que recibí su mensaje: “Necesito hablar contigo. Es importante”.

No era común que Camilo, el esposo de mi hermana mayor, me buscara a solas. Menos aún en su oficina, rodeada de diplomas y fotos familiares donde todos sonreíamos como si nada malo pudiera pasarnos. Pero yo sabía la verdad: la sonrisa de mi hermana Lucía era una máscara. Y la mía también.

—¿Te acuerdas del incendio? —preguntó finalmente Camilo, sin mirarme.

Sentí que el aire se volvía más denso. ¿Cómo podría olvidarlo? Tenía seis años cuando la casa de mis padres se incendió una madrugada de agosto. El humo me despertó, pero fue Lucía quien me sacó envuelta en una manta, tosiendo y llorando mientras las llamas devoraban todo a nuestro alrededor. Desde entonces, cada año celebrábamos mi “segundo cumpleaños”, el día en que volví a nacer gracias a ella.

—Claro que me acuerdo —respondí, con la voz temblorosa—. ¿Por qué lo preguntas?

Camilo se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio.

—Lucía no está bien, Mariana. Hace semanas que no duerme. Tiene pesadillas, habla dormida… Y siempre repite tu nombre.

Sentí un nudo en el estómago. Lucía siempre había sido mi heroína, la fuerte, la que nunca lloraba delante de nadie. Pero yo sabía que el fuego nos había dejado cicatrices invisibles a ambas.

—¿Qué te dijo exactamente? —pregunté, temiendo la respuesta.

Camilo dudó un momento antes de hablar:

—Dice que no fue un accidente. Que alguien provocó ese incendio.

El silencio cayó como una losa entre nosotros. Mi mente empezó a girar, buscando recuerdos enterrados bajo capas de miedo y culpa. ¿Un accidente? Eso era lo que todos decían. ¿Pero si no lo fue?

Salí de la oficina tambaleándome, con el corazón desbocado. Crucé la ciudad en taxi hasta el departamento de Lucía. Cuando abrió la puerta, vi en sus ojos el mismo terror que sentí aquella noche hace veinte años.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le reclamé apenas crucé el umbral.

Lucía bajó la mirada y se abrazó a sí misma.

—No quería que sufrieras más, Marianita… Pero ya no puedo callar. Ese día… papá y mamá estaban peleando otra vez. Gritaban tanto que yo no podía dormir. Fui a tu cuarto para taparte los oídos y entonces sentí olor a gasolina…

Me quedé helada. Sabía que mis padres discutían mucho, pero nunca imaginé algo así.

—¿Insinúas que papá…?

Lucía negó con la cabeza.

—No lo sé. Solo sé que cuando bajé las escaleras vi una sombra salir corriendo por la puerta trasera. Después todo fue humo y fuego…

La abracé fuerte mientras ella sollozaba en mi hombro. Por primera vez entendí que mi “segundo cumpleaños” era también el aniversario de su culpa y su miedo.

Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo, repasando cada detalle de mi infancia: los gritos detrás de las paredes delgadas, las miradas esquivas en los desayunos familiares, las visitas al psicólogo donde nunca decíamos toda la verdad.

Al día siguiente fui a ver a mamá. Vivía sola desde que papá se fue con otra mujer años atrás. Su casa olía a café y a soledad.

—Mamá —le dije sin rodeos—, necesito saber la verdad sobre el incendio.

Ella dejó la taza sobre la mesa y me miró con ojos cansados.

—¿Por qué preguntas eso ahora?

Le conté lo que Lucía recordaba. Mamá suspiró y se cubrió la cara con las manos.

—Tu papá tenía problemas… Bebía mucho y esa noche estaba fuera de sí. Peleamos fuerte porque yo quería irme con ustedes a casa de mi hermana. Él dijo que si me iba, no dejaría que me llevara nada… ni siquiera a ustedes.

Las lágrimas le corrían por las mejillas arrugadas.

—No sé si fue él quien prendió fuego a la casa o si fue un accidente por un cigarro mal apagado… Pero desde ese día supe que tenía que protegerlas como fuera.

Salí de ahí sintiéndome más sola que nunca. La verdad era un rompecabezas incompleto; cada pieza encajaba solo para mostrarme otra herida abierta.

Pasaron semanas en las que apenas podía concentrarme en el trabajo o en mis amigos. Lucía empezó terapia y yo también. Camilo intentaba ser el mediador, pero su propio miedo a perder a Lucía lo hacía distante y frío conmigo.

Un día, mientras caminábamos por el parque Fundidora, Lucía me tomó de la mano:

—¿Crees que algún día podamos dejar atrás todo esto?

La miré y vi en sus ojos una chispa de esperanza mezclada con dolor.

—No lo sé —le respondí—. Pero al menos ahora sabemos que no estamos solas.

Hoy es mi “segundo cumpleaños” otra vez. Lucía horneó un pastel pequeño y Camilo trajo flores amarillas. Nos sentamos juntas en la terraza, mirando cómo cae el sol sobre la ciudad.

A veces pienso que el fuego nunca se apagó del todo dentro de nosotras. Que seguimos ardiendo por dentro, buscando respuestas y perdón donde solo hay cenizas y recuerdos quemados.

¿Será posible reconstruir una familia después de tanto dolor? ¿O hay heridas que ni el tiempo ni el amor pueden sanar? ¿Ustedes qué piensan?