Dos años de silencio: La herida invisible entre madre e hija

—¿Por qué no me llama? —me pregunté en voz alta, mientras el vapor del café empañaba la ventana de la cocina. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso, indiferente a mi angustia. Dos años. Dos años exactos desde que Camila, mi única hija, me eliminó de su vida como quien borra un número del celular. Ni un mensaje, ni una llamada. Nada.

A veces pienso que el silencio duele más que cualquier palabra hiriente. Me acerqué al espejo del baño y vi a una mujer de casi setenta años, con el cabello más blanco que negro y los ojos cansados de tanto llorar en secreto. ¿En qué momento se rompió todo? ¿Fue esa discusión sobre su novio, ese muchacho que nunca me inspiró confianza? ¿O fue cuando le dije que no podía ayudarla más económicamente porque la pensión apenas me alcanzaba para sobrevivir?

La soledad es una sombra pegajosa. Por eso agradezco a Marta, mi vecina del 302. Tiene sesenta y ocho años, es viuda y siempre tiene una historia graciosa sobre su infancia en Veracruz o sus viajes en camión por Chiapas. A veces le llevo pan dulce y nos sentamos a tomar té en su sala llena de plantas. Ella dice que la vida es como una novela de telenovela: siempre hay un giro inesperado.

—¿Y si le escribes una carta? —me sugirió Marta una tarde, mientras acomodaba sus orquídeas.

—¿Para qué? Si ya me bloqueó de todo —le respondí, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con la tristeza.

—Las cartas no se bloquean —insistió ella—. A veces el papel llega donde el corazón no quiere ir.

Esa noche, sentada en mi cama, tomé papel y pluma. «Querida Camila…» Las palabras no salían. ¿Cómo explicarle que todo lo que hice fue por amor? ¿Cómo decirle que extraño hasta sus silencios incómodos en la mesa?

Recuerdo la última vez que hablamos. Fue una pelea absurda. Ella quería mudarse con ese hombre, Julián, y yo le dije que no confiaba en él porque lo había visto gritarle en la calle. Camila me gritó que era una controladora, que nunca la dejaba ser feliz. «¡O él o tú!», me lanzó antes de salir dando un portazo. Elegí quedarme sola.

Desde entonces, cada cumpleaños suyo es una herida nueva. Veo sus fotos viejas en el álbum: Camila con trenzas en su primer día de escuela; Camila abrazando a nuestro perro Firulais; Camila bailando en su graduación de la UNAM. ¿En qué momento se volvió una extraña?

La familia siempre ha sido complicada para nosotras. Mi madre era dura, casi nunca decía «te quiero». Yo juré ser diferente con Camila, pero tal vez repetí errores sin darme cuenta. La vida en esta ciudad no es fácil para nadie: la inseguridad, el dinero que nunca alcanza, los vecinos chismosos… Todo pesa.

Un día, mientras barría el pasillo del edificio, escuché a Marta discutiendo con su hijo por teléfono:

—¡No me hables así! Yo también tengo derecho a opinar —decía ella, con voz temblorosa.

Cuando colgó, la vi limpiándose las lágrimas.

—¿Te peleaste con Pablo? —le pregunté.

—Siempre lo mismo —suspiró—. Los hijos creen que una ya no entiende nada solo porque tiene canas.

Nos abrazamos en silencio. Sentí que no estaba sola en mi dolor.

A veces pienso en buscar a Camila en redes sociales con un perfil falso. Pero luego me detengo: ¿qué derecho tengo a invadir su vida si ella decidió alejarse? Otras veces sueño que toca a mi puerta y me dice: «Mamá, perdóname». Pero despierto y solo escucho el ruido lejano de los camiones y los vendedores ambulantes.

El edificio donde vivo es viejo y lleno de historias. Hay familias enteras viviendo en un solo cuarto; niños jugando en las escaleras; señoras como yo mirando por la ventana esperando noticias de alguien querido. La soledad aquí es como un vecino más.

Un día recibí una llamada desconocida. Mi corazón latió tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.

—¿Bueno? —contesté con voz temblorosa.

—¿Señora Teresa? Habla la doctora Ramírez del hospital Ángeles…

Por un segundo pensé lo peor: ¿Camila estaría bien? Pero solo era para confirmar una cita médica mía. Colgué y rompí a llorar como una niña.

Marta vino corriendo al escucharme sollozar.

—No puedes seguir así —me dijo con firmeza—. Tienes derecho a estar triste, pero también a vivir tu vida.

Me propuso ir juntas al parque los domingos o apuntarnos a clases de baile para adultos mayores en el centro comunitario. Al principio me negué; sentía que si salía y reía estaba traicionando el dolor por mi hija. Pero poco a poco fui cediendo.

En las clases conocí a Don Ernesto, un hombre amable que perdió a su esposa hace cinco años y cuya hija vive en Monterrey y apenas lo llama. Bailamos danzón torpemente y reímos como adolescentes. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía respirar sin culpa.

Pero cada noche, al apagar la luz, regreso al mismo pensamiento: ¿Dónde estará Camila? ¿Será feliz? ¿Me odiará tanto como para no buscarme nunca más?

Un domingo cualquiera, mientras Marta y yo tomábamos nieve en el parque Alameda Central, vi a una joven parecida a Camila cruzar la calle con un niño pequeño de la mano. Mi corazón se detuvo por un instante. Quise correr tras ella, gritar su nombre… pero me quedé paralizada por el miedo al rechazo.

Esa noche escribí otra carta:

«Camila:
No sé si algún día leerás esto. Solo quiero decirte que te extraño cada día y que siempre tendrás aquí tu casa y mi abrazo esperándote. Si alguna vez decides volver, no preguntaré nada; solo te abrazaré fuerte como cuando eras niña y tenías miedo de las tormentas.
Con amor,
Mamá»

No sé si enviaré esa carta algún día. Tal vez solo necesitaba escribirla para liberar un poco el peso del pecho.

Hoy cumplo setenta años rodeada de vecinos amables pero sin mi hija. Marta me regaló un pastelito y Don Ernesto trajo flores del mercado de Jamaica. Reímos y bailamos en la sala del edificio mientras afuera llovía fuerte.

Pero cuando todos se fueron y quedé sola frente a las velas apagadas del pastel, sentí el hueco inmenso de su ausencia más grande que nunca.

¿Será posible sanar una herida así? ¿Cuántas madres y padres viven este mismo silencio sin saber cómo romperlo? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?