Corazón Roto en la Casa de los Mendoza: Cuando la Traición Viene de la Familia
—¡No me mientas, Julián! ¡Vi los mensajes! —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el celular tembloroso entre mis manos sudorosas. La noche había caído sobre nuestra casa en el barrio San Isidro, en las afueras de Medellín, pero adentro todo ardía. Julián, mi esposo desde hace doce años, me miraba con esa cara de niño asustado que tantas veces me había enternecido. Pero esta vez no sentí compasión. Sentí rabia, una rabia que me quemaba por dentro.
—Milena, no es lo que piensas… —balbuceó él, pero yo ya no podía escucharlo. Las palabras de mi suegra, Doña Rosa, resonaban en mi cabeza como un eco venenoso: «Tú nunca has sido suficiente para mi hijo». Ahora todo tenía sentido. Las miradas de desprecio, los comentarios hirientes, las veces que ella se metía en nuestra casa sin avisar y criticaba hasta cómo le preparaba el café a Julián.
Me senté en la mesa de la cocina, esa misma donde tantas veces compartimos arepas y risas con nuestros hijos, Camila y Tomás. Ahora solo sentía frío. Julián se acercó y me tomó la mano, pero yo la retiré como si quemara.
—¿Desde cuándo? —pregunté, con la voz apenas audible.
—Milena… —empezó él, pero yo lo interrumpí.
—¿Desde cuándo ella y tú planean todo esto? ¿Desde cuándo te avergüenzas de mí? —Las lágrimas me corrían por las mejillas, pero no me importaba. Quería respuestas.
Julián bajó la cabeza. —Mi mamá solo quiere lo mejor para mí… —susurró.
—¿Y eso qué significa? ¿Que yo soy un estorbo? ¿Que mis hijos y yo somos un error? —le grité. Sentí que el mundo se me venía abajo.
Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la sala, abrazando a Camila y Tomás mientras dormían ajenos al infierno que se desataba en su hogar. Recordé cuando llegué a Medellín desde mi pueblo en Antioquia, llena de sueños y con ganas de formar una familia. Julián era mi todo. Trabajábamos juntos en el negocio de arepas que levantamos con tanto esfuerzo. Pero desde que Doña Rosa se mudó cerca, todo cambió.
Al día siguiente, Doña Rosa llegó temprano, como siempre. Entró sin saludarme y fue directo a la habitación de Julián. Escuché susurros y luego risas ahogadas. Me hervía la sangre. Decidí enfrentarla.
—Doña Rosa, ¿puedo hablar con usted? —le dije, tratando de mantener la calma.
Ella me miró de arriba abajo, con esa mirada que siempre me hizo sentir menos.
—¿Qué pasa ahora, Milena? ¿Otra vez tus dramas? —respondió con desdén.
—Sé lo que está haciendo. Sé que quiere separarnos. Pero le advierto: no voy a dejar que destruya a mi familia —le dije, sintiendo cómo mi voz temblaba entre el miedo y la furia.
Ella sonrió con frialdad. —Tú nunca fuiste suficiente para Julián. Él merece algo mejor. Y si te vas, los niños se quedan aquí. Son Mendoza, no cualquiera del campo —escupió esas palabras como veneno.
Sentí que me faltaba el aire. ¿Mis hijos? ¿Quería quitarme a mis hijos? Salí corriendo al patio y lloré como nunca antes. Lloré por mí, por mis hijos, por todo lo que había perdido sin darme cuenta.
Los días siguientes fueron un infierno. Julián ya no dormía conmigo; pasaba horas hablando con su madre en voz baja. El negocio empezó a ir mal porque yo ya no tenía fuerzas para atenderlo. Los clientes notaron mi tristeza y dejaron de venir poco a poco.
Una tarde, mientras recogía los juguetes de Tomás del patio, escuché a Camila llorar en su cuarto. Entré corriendo y la encontré abrazada a su osito.
—Mami, ¿por qué papá ya no nos quiere? ¿Por qué la abuela dice que tú eres mala? —me preguntó entre sollozos.
Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos. La abracé fuerte y le prometí que nunca la dejaría sola.
Esa noche tomé una decisión: tenía que luchar por mis hijos y por mí misma. Fui a buscar ayuda con mi vecina Lucía, una mujer fuerte que había pasado por algo parecido.
—Milena, no estás sola —me dijo Lucía mientras me servía un café caliente—. Las mujeres como nosotras tenemos que pelear por lo que amamos. No dejes que te quiten tu dignidad ni tus hijos.
Con el apoyo de Lucía y otras vecinas del barrio, empecé a buscar trabajo fuera del negocio familiar. Conseguí limpiar casas mientras ahorraba cada peso para poder irme con mis hijos si era necesario.
Pero Doña Rosa no se detenía. Un día llegó con un abogado y me amenazó con quitarme la custodia de Camila y Tomás alegando que yo era «inestable» y «no podía mantenerlos».
—No voy a permitirlo —le dije con firmeza—. Mis hijos son lo único que tengo y nadie me los va a quitar.
La batalla legal fue dura. Julián se puso del lado de su madre y mintió ante el juez diciendo que yo era una mala madre. Pero las vecinas testificaron a mi favor; contaron cómo cuidaba a mis hijos y cómo luchaba cada día por ellos.
Después de meses de angustia y noches sin dormir, el juez falló a mi favor. Pude quedarme con mis hijos y empezar una nueva vida lejos de Julián y Doña Rosa.
Hoy trabajo limpiando casas y vendiendo arepas en la esquina del barrio. No tengo mucho dinero ni lujos, pero tengo paz y el amor de mis hijos. A veces todavía duele recordar todo lo que perdí, pero también sé todo lo que gané: mi dignidad y mi libertad.
A quienes lean mi historia les pregunto: ¿Cuántas mujeres más tienen que pasar por esto para que nos crean cuando decimos basta? ¿Cuántas veces tenemos que reconstruirnos desde cero para ser escuchadas?