El último adiós: ¿Puede el perdón sanar heridas que nunca cierran?

—No puedes aparecerte así, Julián. No después de todo lo que hiciste —le dije, apretando la puerta con fuerza, como si ese simple gesto pudiera protegerme de todo el dolor acumulado en los últimos años.

Julián bajó la mirada. Sus manos temblaban. Detrás de él, la calle de nuestro barrio en Guadalajara hervía con el bullicio de la tarde: vendedores ambulantes, niños jugando fútbol con una botella vacía, el olor a tortillas recién hechas flotando en el aire. Pero en mi pecho sólo había un silencio denso y frío.

—Por favor, Mariana. Sólo quiero despedirme de Emiliano. No te pido nada más —su voz era apenas un susurro, pero cada palabra era como una piedra lanzada contra mi ventana rota.

Mi hijo, Emiliano, tenía apenas ocho años. Era mi vida entera. Desde que Julián se fue —o mejor dicho, desde que lo eché después de descubrir su última traición— me prometí que jamás dejaría que el dolor de los adultos contaminara la inocencia de mi niño. Pero ahora, con Julián parado frente a mí, con los ojos rojos y la barba descuidada, sentí que todas mis promesas se tambaleaban.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo? —le pregunté, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.

Él tragó saliva. —Me voy a ir lejos, Mariana. Muy lejos. No sé si… no sé si volveré. Necesito verlo una última vez.

Me quedé callada. Recordé las noches en vela, esperando a Julián mientras él estaba con otra mujer; las veces que me prometió cambiar y las veces que rompió esas promesas sin siquiera pestañear. Recordé cómo Emiliano preguntaba por su papá y yo inventaba historias para protegerlo de la verdad.

—¿Y si le haces más daño? ¿Y si no entiende? —le dije, sintiendo que las lágrimas amenazaban con salir.

Julián se acercó un paso. —No quiero que crezca pensando que lo abandoné sin decirle adiós. Déjame intentarlo, Mariana. Por favor.

Cerré los ojos y respiré hondo. En mi cabeza resonaban las voces de mi madre y mis hermanas: «No le abras la puerta a ese hombre», «Piensa en tu hijo», «No te rebajes». Pero también escuchaba la vocecita de Emiliano: «¿Mamá, por qué mi papá ya no viene?».

—Tienes diez minutos —dije al fin, abriendo apenas la puerta.

Julián entró despacio, como si temiera romper algo sagrado. Emiliano estaba en su cuarto, dibujando superhéroes en una libreta vieja. Cuando vio a su papá, sus ojos se iluminaron como cuando ve fuegos artificiales en Año Nuevo.

—¡Papá! —gritó y corrió a abrazarlo.

Sentí un nudo en la garganta. Me quedé en la cocina, fingiendo lavar los trastes mientras escuchaba sus voces mezcladas con risas y silencios incómodos. Quise no escuchar, pero cada palabra se me clavaba como aguja:

—¿Por qué ya no vienes por mí los domingos?
—Tuve mucho trabajo, campeón… pero siempre pienso en ti.
—¿Vas a venir a mi partido?
—No lo sé… pero quiero que sepas que te amo mucho.

Las palabras de Julián eran torpes, llenas de culpa y miedo. Pero Emiliano sólo quería creerle. Quería tener un papá como los demás niños del barrio, aunque fuera sólo por un rato.

Cuando salieron del cuarto, Julián tenía los ojos llenos de lágrimas. Se agachó frente a Emiliano y le dio un abrazo largo, desesperado.

—Te quiero mucho, hijo. Nunca lo olvides —le susurró al oído.

Emiliano asintió sin entender del todo lo que pasaba. Yo me acerqué y puse una mano sobre su hombro.

Julián me miró una última vez. En sus ojos vi todo lo que pudo haber sido y nunca fue: una familia feliz, domingos en el parque, risas compartidas… todo eso se desvanecía ahora como humo en el aire caliente de Guadalajara.

Cuando cerré la puerta detrás de él, sentí que algo dentro de mí también se cerraba para siempre. Me senté en el suelo y lloré en silencio mientras Emiliano volvía a sus dibujos, ajeno al huracán emocional que acababa de pasar por nuestra casa.

Esa noche, mientras arropaba a Emiliano y le daba un beso en la frente, él me miró con esos ojos enormes y sinceros:

—¿Mamá, mi papá va a volver?

No supe qué decirle. Sólo lo abracé fuerte y le prometí que siempre estaría ahí para él.

Ahora, mientras escribo esto con el corazón apretado y las manos temblorosas, me pregunto: ¿De verdad el perdón trae paz? ¿O sólo nos deja cicatrices más profundas? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?