A la sombra de mi suegra: Una guerra silenciosa en mi hogar mexicano
—¿Así vas a picar la cebolla? —me pregunta Doña Carmen, su voz tan afilada como el cuchillo que sostiene entre los dedos. El vapor del arroz se mezcla con el sudor frío que me corre por la espalda. Estoy parada en la cocina de nuestro departamento en Iztapalapa, tratando de preparar una simple comida para Luis, mi esposo, y para ella, la dueña de la casa y de cada rincón de nuestras vidas.
Desde que Luis y yo nos casamos hace dos años, no ha habido un solo día en que Doña Carmen no me recuerde que aquí las cosas se hacen a su manera. «En esta casa no se tira la comida, se aprovecha todo», dice mientras recoge las cáscaras de jitomate que acabo de pelar. Siento que cada movimiento mío es un error a sus ojos. Luis, como siempre, se esconde tras el periódico o sale al patio a fumar, incapaz de mediar entre nosotras.
Recuerdo el primer día que llegué a vivir aquí. Mi mamá me advirtió: «Las suegras mexicanas son difíciles, hija, pero con paciencia todo se logra». Yo le creí. Pero nadie me preparó para la guerra silenciosa que se libra en esta cocina. Nadie me dijo que el amor de Luis vendría acompañado del juicio constante de su madre.
—¿Ya le pusiste sal al arroz? —insiste Doña Carmen.
—Sí, suegra —respondo, tratando de sonar tranquila.
—Pues no huele a nada —remata, y se va al cuarto a ver su telenovela.
Me quedo sola, mirando el arroz hirviendo. Siento ganas de llorar. No por el arroz, sino por mí. Por la mujer que era antes de mudarme aquí, por la ilusión de un hogar propio y una familia unida. Ahora solo soy «la nuera», la que nunca hace nada bien.
Luis entra a la cocina y me abraza por detrás.
—No le hagas caso, amor. Así es mi mamá —me susurra al oído.
—¿Y tú? ¿Así eres tú también? —le respondo, sin poder evitar el reproche.
Luis suspira y se va sin decir nada más. Me quedo sola otra vez.
Las noches son peores. Doña Carmen se sienta frente a nosotros en la mesa y empieza su interrogatorio:
—¿Y para cuándo los hijos? Ya llevan dos años casados y nada…
Luis baja la mirada. Yo aprieto los dientes. No sabe —o no le importa— que llevamos meses intentando sin éxito. Que cada mes es una decepción más grande que la anterior. Que su pregunta es una herida abierta.
Una noche, después de una discusión especialmente dura sobre el dinero (Doña Carmen insiste en controlar hasta el último peso), me encierro en el baño y lloro en silencio. Pienso en mi mamá, en mi infancia en Veracruz, en las tardes de café con pan dulce y risas sinceras. Aquí todo es diferente: el café sabe amargo y las palabras pesan como piedras.
Un domingo, decido rebelarme. Preparo mole como lo hacía mi abuela: con chocolate amargo y chile ancho. Doña Carmen entra a la cocina y frunce el ceño.
—Eso no es mole, eso es un experimento —dice.
Pero cuando servimos la comida, Luis prueba una cucharada y sonríe por primera vez en semanas.
—Está delicioso —dice, mirándome a los ojos.
Doña Carmen guarda silencio. Por un momento pienso que he ganado una pequeña batalla.
Pero la tregua dura poco. Al día siguiente, encuentro mi ropa mezclada con la suya en el tendedero y mis zapatos fuera del clóset. Siento que no tengo espacio ni para respirar.
Una tarde, mientras lavo los trastes, escucho a Doña Carmen hablando por teléfono con su hermana:
—Esta muchacha no sirve para nada. Ni hijos me ha dado…
Siento que algo dentro de mí se rompe. Salgo al patio y llamo a mi mamá.
—Ya no puedo más —le digo entre sollozos.
—Hija, nadie merece vivir así. Habla con Luis —me aconseja.
Esa noche espero a que Doña Carmen se duerma y le pido a Luis que hablemos.
—No puedo seguir así —le digo—. O buscamos nuestro propio lugar o esto va a terminar mal.
Luis me mira con miedo y tristeza.
—Es que no tenemos dinero…
—Prefiero vivir en un cuarto chiquito contigo que seguir aquí sintiéndome una extraña —le respondo.
Pasamos semanas buscando opciones. Finalmente encontramos un pequeño departamento cerca del metro Ermita. Es viejo y está lejos del trabajo de Luis, pero es nuestro. El día que nos mudamos, Doña Carmen no dice una palabra. Solo me mira con esos ojos duros que nunca aprendieron a quererme.
El primer café en nuestra nueva casa sabe diferente: sabe a libertad y a esperanza. Pero también a miedo: miedo de fracasar, miedo de estar sola sin el respaldo de una familia grande.
A veces Luis extraña a su mamá y yo lo entiendo. Pero también sé que ahora podemos construir algo propio, lejos de las críticas y los reproches.
Me pregunto si algún día Doña Carmen entenderá cuánto daño puede hacer una palabra dicha sin amor. ¿Cuántas mujeres más viven bajo la sombra de una suegra? ¿Cuántas callan por miedo o por costumbre? ¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez así?