Cuando la familia se rompe desde adentro: la traición de quienes más amas
—¿De verdad, Mariana? ¿Otra vez arroz quemado? —La voz de mi suegra, Doña Rosa, retumbó en la cocina como un trueno. Sentí el calor del vapor mezclarse con el ardor de mis lágrimas contenidas. Mi esposo, Javier, estaba sentado en la mesa, revisando su celular, pero alcé la vista y vi cómo sus labios se curvaban en una mueca de fastidio.
—Mamá, ya te dije que Mariana no sabe cocinar —dijo Javier, sin mirarme siquiera—. Mejor deja que yo pida unas empanadas.
Me quedé paralizada, cuchara en mano, con el arroz pegado al fondo de la olla. No era la primera vez que pasaba. Desde que nos mudamos a la casa de su mamá en Barranquilla, después de que Javier perdió el trabajo en la fábrica, todo había cambiado. Yo trabajaba medio tiempo en una papelería y hacía lo posible por ayudar en casa, pero para Doña Rosa nada era suficiente.
—¿Sabes qué, Javier? —dijo mi suegra, cruzándose de brazos—. Si cocinar le cuesta tanto trabajo, ¿por qué no se va? Nosotros sí podemos vivir sin ella.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Miré a Javier buscando una chispa de apoyo, una palabra de consuelo. Pero él solo asintió.
—Sí, Mariana. Si no puedes con esto, tal vez deberías irte unos días a casa de tu mamá —dijo sin emoción.
Mi corazón se rompió en mil pedazos. ¿Así de fácil? ¿Después de cinco años juntos y dos hijos pequeños?
Salí corriendo al patio, ahogada en llanto. Recordé a mi mamá diciéndome antes de casarme: “No te dejes pisotear, hija. Que nadie te haga sentir menos.” Pero aquí estaba yo, sintiéndome menos que nada.
Esa noche dormí en el cuarto de los niños. Escuché a Doña Rosa y Javier hablando bajito en la sala. “Te dije que esa muchacha no era para ti”, murmuraba ella. “No sabe ni freír un huevo.”
Al día siguiente, me levanté temprano para prepararles desayuno a mis hijos. Mientras les daba arepas con queso, sentí una mezcla de ternura y rabia. Ellos no tenían la culpa de nada. Pero yo… ¿cómo había llegado a este punto?
En el barrio todos sabían que Doña Rosa era dura. Había criado sola a sus tres hijos después de que su esposo se fue con otra mujer. Siempre decía que las mujeres debían ser fuertes y saber llevar una casa. Pero conmigo nunca fue igual que con sus hijas.
Una tarde, mientras barría el patio, mi vecina Luzmila se acercó y me dijo en voz baja:
—Mariana, ¿por qué aguantas tanto? Yo te veo siempre triste…
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que tenía miedo? Miedo a quedarme sola con los niños, miedo a no poder pagar un arriendo, miedo al qué dirán.
Esa semana fue un infierno. Doña Rosa me ignoraba o me lanzaba indirectas: “En mis tiempos una mujer que no sabía cocinar no servía para nada.” Javier llegaba tarde y apenas me dirigía la palabra. Una noche lo enfrenté:
—¿De verdad piensas que soy una carga? —le pregunté con voz temblorosa.
Él suspiró y se encogió de hombros.
—No sé, Mariana… Mamá tiene razón en algunas cosas. Aquí todos estamos estresados y tú no ayudas mucho.
Sentí una puñalada en el pecho. ¿Eso era todo lo que valía para él?
Al día siguiente, mientras recogía los juguetes del piso, escuché a Doña Rosa hablando por teléfono con su hermana:
—Sí, tía Gloria… Esta muchacha es floja. No sé cómo mi hijo la aguanta…
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en mis hijos: Camila y Mateo. Ellos merecían una mamá fuerte, no una sombra temblorosa.
Esa noche tomé una decisión. Fui al cuarto donde dormía Javier y le hablé claro:
—Mañana me voy a casa de mi mamá unos días. Necesito pensar.
Por primera vez en semanas, vi un destello de preocupación en sus ojos.
—¿De verdad vas a dejarme solo con los niños?
—¿No era eso lo que querían tú y tu mamá? —le respondí con voz firme—. Pues ahora se van a dar cuenta de lo que hago aquí.
Empaqué lo poco que tenía y al amanecer salí con mis hijos rumbo a la casa de mi madre en Soledad. Ella me recibió con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos.
—Te dije que aquí siempre tendrás un lugar —me susurró mientras me abrazaba fuerte.
Los primeros días fueron difíciles. Me sentía fracasada, pero poco a poco recuperé fuerzas. Mi mamá me ayudó a buscar otro trabajo y mis hijos empezaron a sonreír otra vez.
Una tarde recibí un mensaje de Javier: “Perdóname, Mariana. Mamá está insoportable sin ti aquí. Los niños te extrañan mucho.”
No respondí enseguida. Me tomé mi tiempo para pensar si quería volver a esa casa donde nunca fui valorada.
Un domingo por la tarde, Javier apareció en la puerta con los ojos rojos de tanto llorar.
—Perdóname… No supe defenderte —me dijo entre sollozos—. Me dejé manipular por mi mamá porque tenía miedo de decepcionarla… Pero te extraño, Mariana. Los niños también.
Lo miré largo rato antes de contestar:
—No puedo volver si las cosas van a seguir igual. O pones límites o esto se acaba para siempre.
Javier asintió y prometió cambiar. Pasaron semanas antes de que pudiera confiar otra vez en él. Finalmente aceptó ir a terapia conmigo y juntos aprendimos a poner límites sanos con Doña Rosa.
Hoy sigo luchando cada día por mi dignidad y la felicidad de mis hijos. Aprendí que nadie tiene derecho a menospreciarme por no cumplir expectativas ajenas.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven esto en silencio? ¿Cuándo aprenderemos a valorarnos primero nosotras mismas?