La casa de papá: Herencias, silencios y cicatrices
—¿Por qué siempre tienes que ser tan egoísta, Lucía? —La voz de mi padre retumbó en la cocina, mientras yo apretaba los puños bajo la mesa.
Julián, mi hermano menor, me miraba desde el umbral con esa sonrisa torcida que siempre usaba cuando sabía que papá estaba de su lado. Tenía diecisiete años y ya se sentía dueño del mundo. Yo tenía veinte y sentía que el mundo se me venía encima cada vez que cruzaba esa puerta.
—No soy egoísta, papá. Solo quiero que me escuches —respondí, con la voz temblorosa. Pero él ya había desviado la mirada hacia Julián, como si yo fuera invisible.
Así fue casi toda mi vida en esa casa de paredes descascaradas en el barrio San Martín, en Córdoba, Argentina. Mamá se fue cuando yo tenía ocho años y Julián cinco. Nunca supimos por qué. Papá nunca habló de ella; solo se encerraba en su taller a arreglar radios viejas y salía oliendo a soldadura y silencio.
Julián era su orgullo. Jugaba al fútbol en el club del barrio y todos los domingos papá lo llevaba a los partidos. Yo prefería leer o escribir en mi cuaderno, pero eso solo servía para que Julián se burlara de mí frente a sus amigos:
—¿Qué hacés, Lucía? ¿Escribiendo poemas para tus novios imaginarios?
Y todos se reían. Yo aprendí a callar y a esconder mis cuadernos bajo el colchón.
Cuando terminé la secundaria, no pude ir a la universidad porque papá decía que no había plata. Conseguí trabajo en una panadería y empecé a aportar para la casa. Julián, en cambio, dejó el colegio y empezó a trabajar de albañil con un tío de mamá. A los diecinueve se fue a vivir con su novia, Florencia, a una pieza alquilada en Villa El Libertador.
Me quedé sola con papá. Los años pasaron entre rutinas grises: trabajo, casa, cuidar de él cuando empezó a enfermarse. Hipertensión, diabetes, una pierna que le dolía cada vez más. Yo hacía todo: le preparaba la comida, le compraba los remedios, lo acompañaba al hospital público cuando podía conseguir turno.
A veces Julián venía de visita, pero solo para pedirle plata a papá o traerle algún regalo barato para quedar bien. Yo lo miraba con rabia contenida. Él tenía su vida, su familia; yo tenía a papá y esa casa vieja que sentía como una cárcel y un refugio al mismo tiempo.
Una noche de invierno, papá tuvo un infarto. Llamé a la ambulancia y lo llevamos al hospital Misericordia. Murió dos días después. Julián llegó tarde al velorio; ni siquiera lloró. Yo sentí que me arrancaban una parte del alma.
Después del entierro, Julián me dijo:
—Che, Lucía… ¿vos sabés si papá dejó algo escrito? Digo… por la casa.
—No sé —mentí. En realidad, sí sabía: papá había ido a ver a un escribano unos meses antes. Yo lo acompañé porque no podía caminar bien.
Una semana después nos llamaron del estudio jurídico. El escribano leyó el testamento frente a nosotros:
“Dejo mi casa ubicada en calle Sarmiento 2345 a mi hijo Julián Torres…”
Sentí que el aire se me escapaba del pecho. Miré a Julián; él sonreía satisfecho.
—¿Y yo? —pregunté con voz ahogada.
—A Lucía le dejo mis herramientas y mis libros —continuó el escribano.
Herramientas oxidadas y libros llenos de polvo. Eso era todo lo que valía para papá después de tantos años cuidándolo.
Julián no tardó en venir con Florencia y sus dos hijos a instalarse en la casa. Me pidió que buscara dónde irme “porque ahora la casa es mía”.
—¿No te da vergüenza? —le grité una noche— ¡Yo cuidé de papá todos estos años! ¡Vos ni aparecías!
—No es mi culpa si vos te quedaste de sirvienta —me respondió con frialdad—. Papá decidió así.
Busqué ayuda en una tía lejana, pero nadie quería meterse en problemas familiares. Dormí dos semanas en el sofá hasta que Julián empezó a cambiar la cerradura de mi cuarto.
Me fui con una valija y mis cuadernos a la casa de una amiga del trabajo. Lloré todas las noches durante meses. Sentía rabia, tristeza, abandono… ¿Por qué papá me dejó afuera? ¿Por qué nunca fui suficiente?
Con el tiempo entendí que las heridas familiares no siempre cierran; solo aprendemos a vivir con ellas. Conseguí alquilar una piecita cerca del centro y volví a escribir. Mis poemas hablaban de casas vacías, padres ausentes y hermanos que nunca fueron hermanos.
Un día recibí una carta de Julián: quería vender la casa y necesitaba mi firma para algunos trámites porque figuraba como cotitular de los servicios públicos. Fui hasta allá; la casa estaba igual pero más fría. Florencia me miró con lástima.
—¿No te gustaría quedarte con algo? —me preguntó señalando los libros viejos de papá.
Me llevé uno solo: “Cien años de soledad”, con una dedicatoria de mamá para papá en la primera página. Lloré al leerla; por primera vez entendí que todos cargamos dolores secretos.
Hoy sigo preguntándome si hice bien en quedarme tantos años cuidando a alguien que nunca me vio realmente. ¿Cuántas Lucías hay allá afuera esperando un reconocimiento que nunca llega? ¿Vale la pena sacrificar tu vida por una familia que no te valora?