El esposo perfecto… pero no para mí
—¡Mirá, Lucía!—susurró Carmen, apretando su taza de café contra el pecho como si así pudiera contener el veneno de sus palabras—. ¡Ese sí es marido! ¿Ves cómo le limpia el carro a Mariana? ¡Y cada domingo le lleva flores! ¿Y el tuyo? ¿Dónde anda?
No respondí. El olor a tomate y ajo subía desde la olla, pero yo solo removía la sopa sin mirar a Carmen ni al jardín del frente. Afuera, Ernesto, el esposo de Mariana, sacudía la alfombra del auto con una dedicación casi religiosa. Mi esposo, Javier, aún no regresaba del taller mecánico; seguro otra vez se quedó tomando cerveza con los amigos.
Carmen seguía hablando, pero yo me perdí en mis pensamientos. ¿Cómo llegué a esto? ¿A sentirme menos porque mi esposo no es como el de enfrente? ¿A medir mi vida con la vara de los chismes del barrio?
—Lucía, ¿me escuchás?—insistió Carmen—. Dicen que Ernesto hasta le cocina a Mariana cuando ella llega cansada del hospital. ¡Eso sí es amor!
Me limité a sonreír. No tenía fuerzas para discutir ni para confesarle que Javier nunca me ha traído flores, pero sí me ha traído problemas: cuentas sin pagar, promesas rotas y silencios que pesan más que cualquier grito.
Esa noche, cuando Javier llegó, lo vi entrar con la camisa manchada de grasa y los ojos cansados. No hubo beso ni saludo. Solo dejó las llaves sobre la mesa y se fue directo al baño. Me senté frente a mi plato de sopa fría y pensé en lo que había dicho Carmen.
—¿Por qué no podés ser como Ernesto?—le solté cuando salió del baño.
Javier me miró como si le hubiera hablado en otro idioma.
—¿Otra vez con eso, Lucía?—bufó—. ¿Qué tiene ese tipo que no tenga yo?
—No es lo que tiene, es lo que hace. Mariana siempre sonríe. Yo… ya ni me reconozco en el espejo.
Javier se encogió de hombros y encendió la televisión. El partido era más importante que mis palabras.
Esa noche dormí de espaldas a él, abrazando la almohada como si pudiera protegerme del frío que se había instalado entre nosotros.
Los días pasaron y los comentarios de Carmen se volvieron rutina. Cada vez que veía a Ernesto salir con un ramo de flores o lavando el auto, sentía una punzada de envidia mezclada con rabia. ¿Por qué mi vida no podía ser así? ¿Por qué Javier no podía ser ese hombre atento y detallista?
Un sábado por la tarde, mientras colgaba la ropa en el patio, escuché voces al otro lado de la barda. Era Mariana, llorando. Me acerqué disimuladamente y escuché a Ernesto gritarle:
—¡Siempre llegás tarde! ¿Te creés mejor que yo por ser doctora? ¡No me faltes el respeto!
El golpe seco de una puerta me hizo retroceder. Sentí un nudo en el estómago. ¿Ese era el esposo perfecto?
Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las veces que había deseado tener la vida de Mariana, sin saber lo que realmente pasaba tras esas paredes impecables.
Al día siguiente, mientras barría la acera, vi a Mariana salir con gafas oscuras y la cabeza baja. Ernesto le abrió la puerta del carro con una sonrisa falsa, saludando a los vecinos como si nada hubiera pasado.
Carmen apareció a mi lado, lista para otro comentario venenoso.
—¿Viste? Siempre tan atentos ellos dos…—dijo.
La miré fijamente.
—No todo lo que brilla es oro, Carmen.
Ella me miró confundida, pero no dije más.
Esa tarde, cuando Javier llegó a casa, lo esperé en la cocina.
—Tenemos que hablar—le dije.
Se sentó frente a mí, sin decir palabra.
—No quiero seguir viviendo así, comparándonos con otros. Ni vos sos Ernesto ni yo soy Mariana. Pero tampoco quiero seguir siendo invisible para vos.
Javier bajó la mirada. Por primera vez en mucho tiempo, lo vi vulnerable.
—Sé que no soy el mejor esposo… pero tampoco sé cómo cambiarlo—admitió.
Me acerqué y le tomé la mano.
—No quiero flores ni autos limpios. Solo quiero sentir que estamos juntos en esto. Que te importo.
Él asintió y por un momento sentí que algo se rompía y se reconstruía entre nosotros.
Pasaron las semanas y las cosas no cambiaron de la noche a la mañana. Javier seguía llegando tarde algunos días, pero empezó a preguntarme cómo me sentía. Yo dejé de mirar tanto hacia afuera y empecé a mirar más hacia adentro: a sanar mis propias heridas, a dejar de compararme con los demás.
Un día, mientras regaba las plantas del jardín, vi a Mariana sentada sola en su porche. Me acerqué y le ofrecí un café. Ella aceptó en silencio. No hablamos mucho, pero en su mirada encontré un reflejo de mi propio dolor: el peso de las expectativas ajenas, el miedo al qué dirán.
Desde entonces nos hicimos amigas. Compartimos silencios y verdades incómodas. Aprendimos que detrás de cada fachada perfecta hay historias rotas, sueños postergados y mujeres intentando sobrevivir a las apariencias.
Hoy miro a Javier y ya no veo al hombre imperfecto que me vendieron como fracaso. Veo al compañero con quien comparto mis días buenos y malos. Y aunque nunca me traiga flores ni lave el auto antes del amanecer, sé que estamos aprendiendo a querernos sin máscaras ni comparaciones.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas en la comparación constante? ¿Cuántas historias reales se esconden detrás de las cortinas cerradas del barrio?
¿Y vos? ¿Alguna vez sentiste que tu vida no era suficiente solo porque alguien más parecía tenerlo todo?