El secreto de Lucía: Cuando el amor se enfrenta a la verdad
—¿Por qué nunca me lo dijiste, Lucía? —le pregunté con la voz quebrada, mientras sostenía su laptop abierta entre mis manos temblorosas.
La pantalla seguía encendida, mostrando el resumen de una cuenta bancaria con más ceros de los que yo había visto en toda mi vida. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del pequeño departamento en Almagro, y el olor a café frío se mezclaba con el sudor de mi camisa después de una jornada doble entre el almacén y la pizzería.
Lucía me miró desde la puerta del baño, envuelta en su bata azul. Sus ojos, normalmente tan dulces, ahora parecían dos pozos profundos llenos de miedo y culpa.
—No es lo que piensas, Tomás —susurró, pero su voz apenas era un hilo.
Yo sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ella, la misma mujer que contaba monedas para el colectivo y se quejaba del precio del queso, tener tanto dinero escondido? Recordé todas las veces que le dije que no podía salir porque no me alcanzaba para el cine, todas las noches en las que compartimos un solo plato de fideos con salsa porque era fin de mes.
—¿Desde cuándo lo sabes? —insistí, sin poder controlar el temblor en mi voz.
Lucía bajó la mirada. —Desde siempre. Es una herencia de mi abuela. Pero no quería que nadie lo supiera… ni siquiera vos.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. Mi vida había sido una lucha constante: mi viejo se fue cuando yo tenía ocho años y mi vieja se mataba limpiando casas para darnos de comer a mí y a mis dos hermanos. Yo aprendí desde chico que nada caía del cielo. Por eso, cuando conocí a Lucía en la facultad, pensé que éramos iguales: dos jóvenes remando contra la corriente en una ciudad que no perdona a los pobres.
—¿Y por qué me mentiste? ¿Por qué me dejaste creer que éramos iguales? —le grité, sin poder evitarlo.
Ella se acercó despacio, como si tuviera miedo de romper algo frágil entre nosotros. —Porque tenía miedo de perderte. Porque pensé que si sabías la verdad, ibas a mirarme distinto… o peor, ibas a quererme por eso y no por quién soy.
Me senté en la silla, derrotado. Todo lo que creía saber sobre nuestra relación se desmoronaba. ¿Cuántas veces había sentido culpa por no poder invitarla a cenar? ¿Cuántas veces había soñado con un futuro juntos, ahorrando peso por peso para alquilar algo mejor?
—¿Y ahora qué? —pregunté, sin mirarla.
Lucía se arrodilló a mi lado y me tomó la mano. —Ahora depende de vos. Yo te amo, Tomás. Pero entiendo si esto cambia todo.
La lluvia seguía cayendo afuera. Pensé en mi madre, en cómo siempre me decía que la honestidad era lo más importante en una pareja. Pensé en mis hermanos, en los sacrificios que hacíamos todos los días para sobrevivir. Y pensé en Lucía, en todas las veces que me hizo reír cuando sentía que no podía más.
—¿Por qué nunca confiaste en mí? —le pregunté al fin, con lágrimas en los ojos.
Ella lloró también. —Porque yo tampoco confío en mí misma. Porque crecí rodeada de gente que solo me quería por mi apellido o por lo que tenía. Y vos… vos eras diferente. No quería arruinar eso.
Me quedé callado un rato largo. Afuera, los autos pasaban salpicando agua sobre la vereda rota. Sentí un nudo en el estómago: ¿podía perdonarla? ¿Podía seguir adelante sabiendo que todo lo que habíamos construido estaba basado en una mentira?
Esa noche dormimos espalda con espalda. Al día siguiente fui al trabajo como siempre, pero todo me parecía ajeno: los chistes de mis compañeros, el olor a pan recién horneado, incluso el cansancio habitual pesaba distinto.
Durante días evité hablar del tema. Lucía intentó acercarse varias veces: cocinó mis comidas favoritas, me dejó notitas en la heladera, incluso me esperó bajo la lluvia afuera del almacén una noche. Pero yo no podía dejar de pensar en esa cuenta bancaria y en todo lo que representaba: desigualdad, secretos, miedo.
Una tarde, mientras barría el piso del local antes de cerrar, mi jefe Don Ernesto —un gallego viejo y sabio— me miró fijo y dijo:
—¿Qué te pasa, pibe? Tenés cara de haber visto un fantasma.
Le conté todo. No sé por qué; tal vez porque necesitaba escuchar otra voz que no fuera la mía o la de Lucía.
Don Ernesto se rió suavecito y me palmeó el hombro:
—Mirá, Tomás… El dinero es como el agua: puede limpiar o puede ahogar. Lo importante es saber nadar juntos.
Esa noche volví a casa decidido a hablar con Lucía. La encontré sentada en el sillón, abrazando sus rodillas como una nena asustada.
—No quiero tu plata —le dije apenas entré—. Pero tampoco quiero más mentiras. Si vamos a estar juntos, tiene que ser con todo: lo bueno y lo malo.
Lucía asintió entre lágrimas y me abrazó fuerte. Por primera vez sentí que tal vez podíamos empezar de nuevo… pero esta vez sin secretos.
Hoy todavía seguimos luchando: contra las diferencias sociales, contra los prejuicios de su familia rica y mis amigos del barrio que no entienden cómo puedo perdonar algo así. Pero aprendimos a hablarlo todo, aunque duela.
A veces me pregunto: ¿cuántas parejas sobreviven a un secreto tan grande? ¿Y ustedes… podrían perdonar algo así?