El día que mi perra murió y mi suegra mostró su verdadero rostro

—¿Así que hoy decides hacer tu show? —La voz de mi suegra, doña Carmen, retumbó en la sala, justo cuando yo apenas podía respirar del llanto. Mi esposo, Andrés, me miraba sin saber qué hacer, atrapado entre la furia de su madre y mi dolor. Luna, mi perra, yacía envuelta en una manta junto a mis pies. Era mi cumpleaños, pero la muerte no respeta fechas ni celebraciones.

Todo comenzó esa mañana. Me desperté con el corazón apretado; Luna no se movía de su rincón y respiraba con dificultad. La llevé corriendo al veterinario, pero ya era tarde: un paro cardíaco fulminante. Volví a casa con los ojos hinchados y el alma hecha trizas. No tenía cabeza para nada más. Pero en la cocina ya olía a mole y arroz, y las risas de los niños de mi cuñada llenaban el aire. Mi suegra había organizado una comida sorpresa por mi cumpleaños, sin avisarme.

Entré con Luna en brazos. Nadie entendió al principio. Andrés fue el único que se acercó a preguntarme qué pasaba. Cuando le dije que Luna había muerto, su rostro se descompuso. Mi suegra, en cambio, frunció el ceño.

—¿Y ahora qué vamos a hacer con la comida? —preguntó en voz alta, mirando a todos como si yo hubiera cometido una traición.

No podía hablar. Me senté en el sillón y abracé a Luna por última vez. Los niños se acercaron curiosos, pero mi cuñada los apartó rápido.

—Mamá, ¿no ves que está sufriendo? —dijo Andrés, pero doña Carmen ya estaba sirviendo los platos.

—¡Pues que la entierre y venga a comer! —sentenció ella.

Sentí rabia, impotencia y una soledad infinita. ¿Cómo podía importarle más el mole que la muerte de un ser querido? Luna había sido mi compañera fiel desde antes de casarme con Andrés. Me acompañó cuando llegué a esta ciudad de Veracruz sin conocer a nadie, cuando extrañaba a mis padres en Chiapas, cuando lloraba por las peleas con Andrés o las críticas de doña Carmen.

La comida siguió como si nada. Yo no probé bocado. Andrés intentó consolarme, pero su madre lo jaló del brazo.

—No la consientas tanto, hijo. Es solo un perro —susurró ella, creyendo que no la escuchaba.

Me levanté y salí al patio trasero con Luna en brazos. El sol caía fuerte sobre la tierra húmeda. Empecé a cavar con una pala vieja que encontré junto al lavadero. Las lágrimas me nublaban la vista. De pronto sentí una sombra detrás de mí.

—¿Vas a seguir con esto? —era doña Carmen otra vez—. Hay invitados adentro. No puedes hacer tu drama hoy.

Me di vuelta, temblando de rabia.

—No es drama. Es dolor —le respondí—. ¿Nunca ha querido a nadie más que a usted misma?

Sus ojos se endurecieron.

—No me faltes al respeto en mi casa —me espetó.

—Esta también es mi casa —le contesté, aunque ni yo misma me lo creía.

Andrés apareció entonces, nervioso.

—Mamá, déjala en paz —dijo él, pero su voz sonaba débil.

Doña Carmen bufó y regresó adentro. Yo terminé de enterrar a Luna sola. Le puse una flor amarilla encima y me senté junto a su tumba improvisada hasta que el sol empezó a bajar.

Esa noche no hubo pastel ni velas para mí. Solo silencio y miradas incómodas. Andrés intentó hablar conmigo en la recámara.

—Mi mamá es así… No lo hace por maldad —me dijo, como si eso fuera consuelo.

—¿Y yo? ¿No cuento? —le pregunté—. ¿Siempre tengo que aguantar sus desplantes?

Él bajó la mirada. Sabía que no era la primera vez que doña Carmen me hacía sentir menos: cuando criticaba mi acento chiapaneco delante de sus amigas; cuando decía que yo no sabía cocinar como las mujeres de su familia; cuando me recordaba que esta casa era de ella y que yo solo era «la esposa de su hijo».

Esa noche dormí poco. Al día siguiente, doña Carmen actuó como si nada hubiera pasado. Me preguntó si ya estaba «mejorcita» y si podía ayudarle a limpiar la cocina porque «ayer no hiciste nada».

Sentí que algo dentro de mí se rompía definitivamente. Por primera vez pensé en irme de esa casa, aunque Andrés no estuviera listo para enfrentar a su madre.

Pasaron los días y el ambiente se volvió más tenso. Andrés evitaba el tema; yo apenas salía de la recámara. Una tarde escuché a doña Carmen hablando por teléfono con una vecina:

—Imagínate, arruinó su propio cumpleaños por un perro… ¡Qué falta de madurez! —decía entre risas.

Me ardieron los ojos de coraje e impotencia. Quise gritarle todo lo que sentía, pero me contuve. En vez de eso, empecé a escribirle una carta a Luna cada noche, contándole lo sola que me sentía y lo mucho que extrañaba su compañía silenciosa y leal.

Un domingo por la tarde, mientras regaba las plantas cerca de la tumba de Luna, Andrés se acercó y se sentó junto a mí.

—No sé qué hacer —me confesó—. No quiero pelear con mi mamá… pero tampoco quiero perderte a ti.

Lo miré largo rato antes de responderle:

—A veces hay que elegir lo correcto aunque duela… Yo ya no puedo seguir así, Andrés.

Él asintió en silencio. Esa noche hablamos largo y tendido sobre buscar nuestro propio espacio lejos de su madre, aunque eso significara empezar desde cero en un departamento pequeño y sin lujos.

La decisión no fue fácil ni inmediata. Hubo lágrimas, reproches y miedo al cambio. Pero también hubo esperanza: la esperanza de construir una vida donde mi dolor fuera válido y donde pudiera recordar a Luna sin sentirme culpable por amar demasiado a un animal.

Hoy han pasado dos meses desde ese día fatídico. Andrés y yo vivimos en un pequeño departamento cerca del malecón. A veces extraño la casa grande y el bullicio familiar… pero respiro paz por primera vez en años.

A veces me pregunto: ¿por qué en nuestras familias el dolor ajeno es tan poco respetado? ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que los animales también son familia? ¿Alguna vez han sentido que su sufrimiento es invisible para quienes más deberían cuidarlos?