La tierra que no se vende: El precio de la dignidad
—¡No, mamá! ¡No podemos vender! —grité, con la voz quebrada y la garganta seca por el polvo que entraba por la ventana rota de la cocina.
Mi madre, doña Teresa, me miró con esos ojos cansados que solo tienen las mujeres que han visto morir a sus padres en la misma tierra donde ahora luchan por sobrevivir. Afuera, el sol caía como plomo sobre los surcos resecos de nuestra finca en las afueras de San Vicente, un pueblo perdido entre los cerros del sur de México. El calor era insoportable y el silencio, apenas roto por el zumbido de las moscas, pesaba más que nunca.
—¿Y qué quieres que hagamos, Lucía? —me respondió mi madre, sin levantar la voz—. ¿Esperar a que la tierra termine de morirse? ¿Ver cómo tu hermano se va al norte porque aquí no hay futuro?
La oferta estaba sobre la mesa: 1,200 millones de pesos. Una cifra imposible de imaginar para nosotros, que apenas sobrevivíamos vendiendo maíz y frijol en el mercado del pueblo. La empresa extranjera, AgroGlobal S.A., quería nuestras tierras para plantar soya transgénica. Prometían empleos, progreso y hasta una clínica nueva. Pero todos sabíamos lo que eso significaba: adiós a los árboles viejos, al río donde aprendí a nadar, a las historias de mi abuelo Emiliano.
Esa noche no dormí. Escuché a mi padre toser en su cuarto, como cada madrugada desde que la mina cercana contaminó el agua. Pensé en mi hermano menor, Diego, que soñaba con irse a Monterrey para trabajar en una fábrica. Pensé en mi hija Sofía, de seis años, que corría descalza entre los nopales y creía que el mundo era tan grande como nuestro campo.
A la mañana siguiente, el pueblo estaba revuelto. Don Ernesto, el presidente municipal, ya había aceptado su parte del trato. Algunos vecinos nos miraban con envidia; otros, con lástima. Pero nadie se atrevía a decirnos nada directamente. Solo doña Carmen, mi vecina de toda la vida, se acercó mientras colgaba la ropa:
—Lucía, hija… No te dejes engañar. El dinero se va rápido. La tierra es para siempre.
Su voz temblaba. Ella había perdido a su esposo en un accidente en el campo y sabía lo que era quedarse sola con nada más que recuerdos y deudas.
Esa tarde llegó el ingeniero Ramírez de AgroGlobal. Traía un traje caro y una sonrisa falsa. Nos sentamos todos en la sala: mis padres, Diego y yo. El ingeniero puso los papeles sobre la mesa y empezó a hablar como si ya todo estuviera decidido.
—Señora Teresa, don Manuel… Entendemos lo difícil que es esto para ustedes. Pero piensen en sus hijos, en sus nietos. Con este dinero pueden darles una vida mejor.
Mi padre lo interrumpió con una tos seca:
—¿Y qué vida es esa si no tienen dónde volver?
El ingeniero sonrió incómodo. Mi madre bajó la cabeza. Yo sentí que me ahogaba.
—No es solo por nosotros —dije al fin—. Es por todos los que vinieron antes y los que vendrán después. Esta tierra tiene historia. Aquí están enterrados mis abuelos.
El ingeniero recogió sus papeles y se fue sin decir adiós.
Esa noche discutimos hasta el amanecer. Diego lloró por primera vez desde niño. Mi madre me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Si perdemos esto, perdemos todo lo que somos.
Los días siguientes fueron un infierno. Nos cortaron el agua del pozo porque decían que era «peligrosa para la salud». Los camiones de AgroGlobal pasaban frente a nuestra casa dejando nubes de polvo y promesas vacías. Algunos vecinos empezaron a vender sus parcelas. Otros nos acusaban de egoístas por no pensar en el «progreso» del pueblo.
Pero algo cambió cuando don Julián, el maestro jubilado, organizó una reunión en la plaza. Llegaron más personas de las que esperábamos: campesinos, jóvenes estudiantes, hasta algunos comerciantes del mercado.
—No podemos dejar que nos quiten lo poco que tenemos —dijo don Julián—. Si vendemos todo por dinero, ¿qué nos queda?
La gente empezó a hablar: unos a favor, otros en contra. Pero por primera vez sentí que no estábamos solos.
Esa noche mi padre me llamó al patio. Miramos juntos las estrellas sobre los cerros oscuros.
—Lucía —me dijo—, yo no tengo mucho tiempo ya. Pero quiero morir sabiendo que hice lo correcto.
Lloré en silencio mientras él me tomaba la mano con fuerza.
Al día siguiente le dijimos a AgroGlobal que no venderíamos. El ingeniero Ramírez nos miró como si fuéramos locos.
—¿Saben lo que están rechazando? ¡Nunca volverán a tener una oportunidad así!
Pero nosotros ya habíamos decidido: preferíamos vivir con poco pero con dignidad, que ser ricos y perderlo todo.
Con el tiempo, algunos vecinos se arrepintieron de vender. El río se secó donde antes había árboles; las promesas de AgroGlobal se desvanecieron como humo. Pero nuestra finca siguió ahí: pequeña, humilde, pero llena de vida.
Hoy mi hija Sofía corre entre los surcos verdes y aprende a sembrar como yo aprendí de mi abuelo Emiliano. A veces me pregunto si tomamos la decisión correcta… ¿Qué harías tú si tuvieras que elegir entre tu historia y el dinero? ¿Vale más una vida sencilla pero digna que todo el oro del mundo?