La traición de mi mejor amiga: Cuando la confianza se convierte en dolor
—¿Por qué me haces esto, Mariana? —mi voz temblaba, y el eco de mi pregunta se perdió entre los gritos de los niños jugando en la calle, bajo el sol ardiente de Ciudad de México.
Ella no respondió. Bajó la mirada, como si el suelo pudiera tragarla y así evitar mi dolor. En ese instante, sentí que el mundo se partía en dos: el antes y el después de saber la verdad.
Conocí a Mariana en la universidad, hace más de veinte años. Éramos inseparables: compartíamos libros, sueños y hasta los mismos tacos al pastor en la esquina de la facultad. Cuando mi papá murió y mi mamá cayó en depresión, fue Mariana quien me sostuvo. «Aquí estoy, para lo que necesites», me decía, y yo le creía. Le creí siempre.
La vida nos llevó por caminos difíciles. Yo conseguí trabajo como contadora en una pequeña empresa familiar; ella, después de varios intentos fallidos, abrió una tiendita de abarrotes con ayuda de un préstamo que yo misma le gestioné. «Sin ti no lo hubiera logrado, Sofía», me repetía cada vez que podía. Y yo sonreía, orgullosa de verla salir adelante.
Pero la vida no es una telenovela donde todo termina bien. Hace dos años, mi esposo perdió el empleo. Los gastos se multiplicaron: la colegiatura de mis hijos, las medicinas de mi mamá, la renta que subía cada mes. Mariana fue la primera en enterarse. «No te preocupes, Sofi, yo te ayudo», me prometió. Me prestó algo de dinero, me regaló despensa cuando pudo. Pero algo empezó a cambiar.
Notaba que Mariana evitaba mis llamadas. Cuando iba a su tienda, ya no me recibía con el mismo entusiasmo. «Es que estoy ocupada», decía, pero sus ojos no me miraban igual. Yo justificaba todo: el estrés, la crisis económica, los problemas con su esposo. Hasta que un día, mi jefe me llamó a su oficina.
—Sofía, tenemos un problema con las cuentas —me dijo don Ernesto—. Hay movimientos extraños en tu área.
Me quedé helada. Revisamos juntas las transferencias y comprobantes. Había retiros pequeños pero constantes a una cuenta desconocida. El nombre del titular me hizo sentir un puñal en el pecho: Mariana López García.
No podía creerlo. ¿Mi mejor amiga? ¿La hermana que elegí? ¿La mujer a la que ayudé a salir adelante? Salí corriendo de la oficina y fui directo a su tienda. No recuerdo cómo llegué; solo sé que cuando la vi, sentí que el corazón se me salía del pecho.
—¿Por qué? —le pregunté apenas crucé la puerta—. ¿Por qué me robaste?
Mariana se quedó muda. Su esposo salió del fondo y al verme palideció. Ella intentó abrazarme, pero yo retrocedí.
—¡No te atrevas! —le grité—. ¡Te di todo! ¡Te ayudé cuando nadie más lo hizo!
Las lágrimas le corrían por las mejillas. «Perdóname, Sofi… No sabía cómo decirte… Me endeudé con unos tipos peligrosos… Pensé que si tomaba un poco cada vez podría devolvértelo antes de que te dieras cuenta… Pero todo se salió de control…»
No podía escucharla más. Sentí náuseas, rabia, una tristeza tan profunda que me dobló las rodillas ahí mismo. Salí corriendo mientras ella lloraba mi nombre.
Esa noche no dormí. Mi esposo intentó consolarme: «No es tu culpa, Sofía. La gente cambia cuando tiene miedo». Pero yo no podía dejar de pensar en todas las veces que Mariana me abrazó jurando lealtad eterna.
Los días siguientes fueron un infierno. En la empresa iniciaron una investigación formal; yo tuve que demostrar mi inocencia con documentos y testigos. Mariana desapareció del barrio; su tienda cerró de un día para otro. Su esposo me buscó para pedirme perdón y devolverme algo del dinero, pero el daño ya estaba hecho.
Mi mamá lloró conmigo cuando le conté todo. «A veces confiamos tanto en alguien que no vemos las señales», me dijo acariciándome el cabello como cuando era niña.
Los vecinos empezaron a murmurar: «¿Ya supiste lo de Sofía y Mariana?» Algunos me miraban con lástima; otros con desconfianza, como si yo también fuera culpable por haber confiado demasiado.
Pasaron los meses y logré limpiar mi nombre en el trabajo, pero la herida seguía abierta. Mis hijos preguntaban por la tía Mariana; yo solo podía responder con evasivas y abrazarlos fuerte.
Un día recibí una carta sin remitente. Era de Mariana:
«Sofi,
No espero tu perdón porque no lo merezco. Solo quiero que sepas que nunca quise hacerte daño. Me equivoqué y lo perdí todo: tu amistad, mi dignidad y hasta mi familia. Ojalá algún día puedas recordar los buenos momentos y no solo este final tan triste.
Con cariño,
Mariana»
Lloré como nunca antes. No por ella, sino por mí: por la ingenuidad perdida, por la confianza rota, por todos los años compartidos que ahora parecían una mentira.
Hoy sigo adelante, pero ya no soy la misma. Aprendí a poner límites, a no darlo todo sin esperar nada a cambio. A veces me pregunto si alguna vez podré volver a confiar así en alguien.
¿Vale la pena abrirle el corazón a las personas sabiendo que pueden romperlo? ¿O es mejor vivir con desconfianza para evitar el dolor?
¿Ustedes qué harían en mi lugar?