Entre paredes y silencios: La casa de la abuela

—¿Por qué no me dejan en paz? —escuché a mi abuela susurrar desde su cuarto, creyendo que nadie la oía. Eran las dos de la mañana y la casa, esa vieja casona de paredes descascaradas en el centro de San Salvador, parecía más fría que nunca. Me quedé quieta, con la espalda pegada a la puerta de mi cuarto, conteniendo el llanto. No era la primera vez que la escuchaba llorar, pero sí la primera vez que sentí que sus palabras me atravesaban como cuchillos.

Todo comenzó hace seis meses, cuando mi hermana Lucía decidió casarse con Ernesto. No hubo fiesta ni vestido blanco; solo una ceremonia sencilla en la iglesia del barrio y una promesa de amor eterno. Pero el amor eterno no paga alquiler, y Ernesto, recién despedido de su trabajo en el taller mecánico, no tenía adónde ir. Así fue como terminaron mudándose a nuestra casa, la casa de la abuela Carmen.

Al principio, pensé que sería temporal. «Solo mientras Ernesto consigue trabajo», repetía Lucía como un mantra. Pero los días se volvieron semanas y las semanas meses. La casa, que ya era pequeña para tres mujeres y un gato, se volvió asfixiante con un hombre más. Las rutinas cambiaron: ya no podíamos ver novelas en la sala porque Ernesto prefería el fútbol; la cocina se llenó de platos sucios y discusiones sobre quién debía limpiar; y mi abuela, antes reina indiscutible del hogar, empezó a encerrarse cada vez más en su cuarto.

Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a mi abuela hablar con su retrato de bodas. «Ya no soy dueña ni de mi silencio», murmuraba. Sentí una punzada de culpa. ¿En qué momento dejamos de verla? ¿Cuándo fue que su presencia se volvió invisible para nosotras?

La tensión creció como hiedra venenosa. Lucía y Ernesto discutían por dinero; yo trabajaba doble turno en la farmacia para ayudar con los gastos; y mi abuela… mi abuela se apagaba poco a poco. Una noche, después de una pelea especialmente fuerte entre Lucía y Ernesto —él había llegado borracho y ella le reclamó—, mi abuela me llamó a su cuarto.

—Mariana —me dijo con voz temblorosa—, yo ya no quiero ser una carga para ustedes.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Tenía la piel tan fina que parecía papel.

—Abuela, tú eres el corazón de esta casa. Sin ti nada tendría sentido.

Ella sonrió triste.

—Eso dices porque eres buena, pero sé lo que piensan. Que ocupo espacio, que gasto luz, que ya no sirvo para nada…

Me dolió escucharla. Le prometí que nada cambiaría, pero en el fondo sabía que mentía. Todo había cambiado ya.

Un domingo por la tarde, mientras preparábamos pupusas para el almuerzo, Lucía explotó:

—¡No puedo más! ¡Esta casa es un infierno! Ernesto dice que deberíamos buscar nuestro propio lugar.

La miré sorprendida.

—¿Y por qué no lo hacen?

—¿Y dejarte sola con la abuela? —me lanzó una mirada acusadora—. Siempre has sido la favorita, Mariana. Siempre te sacrificas y yo… yo solo quiero vivir tranquila.

La discusión subió de tono hasta que mi abuela entró en la cocina con paso lento.

—Basta ya —dijo con una autoridad que hacía años no mostraba—. Esta casa es mía y aquí nadie se va hasta que yo lo diga.

Nos quedamos calladas. Por un momento sentí alivio, pero luego vi cómo le temblaban las manos mientras servía café. Sabía que estaba cansada de ser el centro del conflicto.

Esa noche me senté junto a ella en el patio trasero. El aire olía a tierra mojada y a jazmín.

—Abuela —le dije—, ¿qué quieres hacer realmente?

Me miró largo rato antes de responder.

—Quiero paz. Quiero sentirme querida otra vez. No quiero ser un estorbo ni para ti ni para Lucía.

Las palabras me pesaron toda la noche. Pensé en buscar ayuda: hablar con una trabajadora social del municipio, buscar un grupo de apoyo para adultos mayores… pero todo parecía insuficiente frente al dolor de mi abuela.

Los días siguieron igual: peleas pequeñas por cosas insignificantes —el control remoto, el baño ocupado, la comida fría— pero cada discusión era una grieta más en nuestra familia. Una tarde encontré a Ernesto empacando sus cosas.

—Nos vamos —me dijo sin mirarme a los ojos—. Lucía consiguió un trabajo en una tienda y vamos a alquilar un cuarto cerca del mercado.

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Cuando Lucía vino a despedirse, lloramos abrazadas en el corredor.

—Perdóname por todo —me susurró—. No supe manejar esto…

—Nadie nos enseñó —le respondí—. Solo hacemos lo que podemos.

La casa quedó silenciosa después de su partida. Mi abuela parecía más tranquila, pero también más sola. Yo trataba de llenar los vacíos con conversaciones largas y paseos al parque, pero sabía que nada sería igual.

Una noche, mientras le leía un libro de poemas en su cuarto, mi abuela me tomó la mano.

—Gracias por quedarte conmigo —me dijo—. Pero prométeme algo: cuando yo ya no esté, no te quedes sola aquí. Haz tu vida, busca tu felicidad…

No supe qué responderle. El miedo a perderla me apretó el pecho.

Ahora escribo estas palabras sentada en el mismo patio donde tantas veces reímos y lloramos juntas. La casa sigue siendo vieja y pequeña, pero está llena de recuerdos y silencios compartidos.

A veces me pregunto: ¿cómo se aprende a soltar sin sentir culpa? ¿Cómo se equilibra el amor por la familia con el derecho a buscar nuestra propia paz? ¿Ustedes también han sentido ese peso en el corazón?