La herencia que rompió mi familia: ¿Por qué eligen a unos sobre otros?
—¿Así que ya lo decidieron? —pregunté, sintiendo cómo la voz me temblaba, aunque intentaba mantener la compostura frente a la mesa del comedor.
Mi suegra, doña Teresa, ni siquiera levantó la mirada de su taza de café. Mi esposo, Andrés, apretaba los puños bajo la mesa. Su papá, don Ramiro, asintió con una seriedad que me pareció casi cruel.
—La casa será para Mariana —dijo él, como si estuviera anunciando el menú del día y no el destino de toda una vida de trabajo.
Mariana, la menor de los tres hermanos, apenas tenía 24 años y todavía vivía con ellos. Siempre fue la consentida, la que nunca tuvo que trabajar ni preocuparse por nada. Yo la miré, esperando ver algo de vergüenza en su rostro, pero solo encontré una sonrisa satisfecha.
No pude evitarlo. Me levanté de la mesa y salí al patio, tragando el nudo en la garganta. Andrés me siguió y me abrazó fuerte.
—No te pongas así —me susurró—. No quiero que esto nos afecte.
Pero ya nos estaba afectando. Yo sabía cuánto había trabajado Andrés para ayudar a sus padres: cada fin de semana arreglaba algo en la casa, les llevaba despensa cuando podían y hasta les prestó dinero cuando don Ramiro se quedó sin trabajo. Y ahora… ¿así le pagaban?
Volvimos a nuestro departamento esa noche en silencio. El trayecto en el Metrobús fue eterno. Yo miraba por la ventana las luces de la ciudad, pensando en todo lo que habíamos sacrificado para salir adelante solos. Cuando llegamos a casa, Andrés se sentó en la cama y se cubrió el rostro con las manos.
—¿Por qué siempre es igual? —dijo al fin—. ¿Por qué Mariana siempre recibe todo?
No supe qué responderle. Yo también venía de una familia donde las cosas nunca fueron fáciles. Mis padres siempre me enseñaron a valerme por mí misma. Por eso nunca acepté ser ama de casa, aunque Andrés me lo propuso una vez, cuando recién nos casamos.
—Prefiero ganar poco pero sentirme útil —le dije entonces—. No quiero depender de nadie.
Él lo entendió y juntos construimos nuestra vida con esfuerzo. Por eso me dolía tanto ver cómo sus propios padres lo hacían a un lado.
Pasaron los días y la noticia corrió como pólvora entre los familiares. Mi cuñado mayor, Felipe, también estaba molesto, pero él vivía lejos y no tenía tanta relación con los padres. A nosotros nos tocaba verlos cada semana, compartir comidas y fingir que nada pasaba.
Pero yo no podía fingir. Cada vez que veía a doña Teresa o a don Ramiro, sentía una rabia sorda creciendo dentro de mí. ¿Cómo podían ser tan injustos? ¿No veían todo lo que Andrés había hecho por ellos?
Una tarde, Mariana vino a visitarnos. Traía una bolsa con pan dulce y una sonrisa enorme.
—¡Hola! Vine a platicar —dijo entrando sin esperar invitación.
Andrés apenas la saludó. Yo fui a preparar café solo por educación.
—¿Y ustedes cómo están? —preguntó ella mientras mordía una concha—. Yo estoy feliz… ¡por fin voy a tener mi propio espacio! Ya era hora, ¿no?
No pude más.
—¿No te parece injusto? —le solté—. Andrés ha estado ahí para tus papás siempre. ¿Por qué tú recibes todo?
Mariana se encogió de hombros.
—Pues ellos sabrán por qué lo hacen. Además, tú no eres de la familia…
Sentí como si me hubieran dado una bofetada. Andrés se levantó furioso.
—¡No vuelvas a decir eso! —le gritó—. Si alguien ha estado aquí para todos, es ella.
Mariana se fue ofendida y desde ese día no volvió a buscarnos.
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Doña Teresa me mandaba mensajes preguntando por qué no íbamos a comer los domingos. Yo los ignoraba o respondía con evasivas. Andrés intentó hablar con sus padres varias veces, pero ellos solo decían que era su decisión y que debíamos respetarla.
Una noche, después de otro día largo en el trabajo —yo había aceptado horas extra para ahorrar más rápido— llegué a casa y encontré a Andrés sentado en la oscuridad.
—¿Crees que algún día me vean como su hijo otra vez? —me preguntó con voz rota—. ¿O siempre fui menos porque no soy como Mariana?
Me senté junto a él y lo abracé fuerte.
—Tú vales por lo que eres, no por lo que ellos decidan darte o quitarte —le dije—. Nosotros vamos a salir adelante juntos, como siempre lo hemos hecho.
Pero en el fondo yo también sentía una herida abierta. No podía evitar pensar en mi propio futuro: ¿qué pasaría si algún día nuestros hijos sintieran esa misma injusticia? ¿Qué clase de familia estábamos formando si permitíamos que el rencor creciera entre nosotros?
El tiempo pasó y la relación con los suegros se volvió distante, casi inexistente. Mariana se mudó a la casa nueva y subía fotos felices en redes sociales: fiestas con amigos, remodelaciones costosas… Todo gracias al esfuerzo de otros.
A veces me despierto en la madrugada pensando en todo lo que perdimos: no solo una casa, sino una familia unida. Y me pregunto si algún día podré perdonar esa traición silenciosa.
¿Vale más una herencia que el amor entre padres e hijos? ¿O es que algunos nunca aprenderán a ver el verdadero valor de quienes tienen cerca?