El escándalo en la cocina: cómo los tamales rompieron mi matrimonio

—¿Por qué no puedes hacer los tamales como los hace mi mamá? —La voz de Mauricio retumbó en la cocina, rebotando entre las paredes descascaradas y el aroma a masa recién cocida. Yo, con las manos aún cubiertas de maíz y manteca, sentí cómo el calor del fogón se mezclaba con el ardor en mis mejillas.

No era la primera vez que discutíamos por comida, pero esa noche, después de un día agotador en el mercado de San Juan, sentí que algo dentro de mí se rompía. Había pasado horas entre empujones y gritos, regateando el precio del chile y la hoja de plátano, solo para volver a casa y enfrentarme a la mirada crítica de Mauricio.

—Hazlo tú entonces —le solté, sin poder contener el temblor en mi voz. Mi suegra, Doña Carmen, estaba sentada en la sala, fingiendo ver la telenovela pero atenta a cada palabra. Sabía que cualquier cosa que dijera sería usada en mi contra más tarde, en esas conversaciones susurradas al teléfono con sus hermanas en Veracruz.

Mauricio se acercó al fogón y tomó uno de los tamales. Lo partió por la mitad y lo miró con desdén.

—Están secos. Te dije que pusieras más manteca.

Sentí las lágrimas arder detrás de mis ojos. No era solo el tamal: era todo lo que había sacrificado desde que me mudé a este pueblo polvoriento para casarme con él. Dejé mi trabajo como maestra en Xalapa, mis amigas, mi madre enferma… todo por un hombre que ahora me reprochaba hasta la forma en que cocinaba.

Doña Carmen carraspeó desde la sala.

—En mi época, una mujer sabía cómo tener contento a su marido —dijo, sin apartar la vista del televisor.

Apreté los puños. Recordé las palabras de mi madre antes de casarme: «No te olvides de quién eres, Lucía». Pero aquí estaba yo, perdida entre recetas ajenas y expectativas imposibles.

—¿Sabes qué? —le dije a Mauricio—. Si tanto extrañas los tamales de tu mamá, ¿por qué no te vas a vivir con ella?

El silencio cayó pesado. Mauricio me miró como si no me reconociera. Doña Carmen apagó la televisión y se levantó despacio.

—No tienes por qué faltarle al respeto a mi hijo —dijo ella—. Si no puedes con tu papel de esposa, mejor regresa a tu casa.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Mi papel? ¿Acaso yo era solo eso: una cocinera, una sirvienta?

Esa noche dormí sola. Mauricio salió dando un portazo y Doña Carmen se encerró en su cuarto. Me quedé sentada en la cocina, mirando los tamales fríos sobre la mesa. Pensé en mi madre, en cómo siempre decía que el amor se construye con paciencia y respeto. Pero aquí solo había reproches y silencios.

Los días siguientes fueron un infierno. Mauricio apenas me dirigía la palabra y Doña Carmen hacía comentarios hirientes cada vez que podía.

—Mira nada más cómo tienes la casa —decía—. Cuando yo era joven, todo brillaba.

Intenté hablar con Mauricio una noche, después de cenar.

—¿De verdad crees que todo esto es por los tamales? —le pregunté.

Él suspiró y se pasó la mano por el cabello.

—No lo sé, Lucía. Siento que ya no eres la misma.

—¿La misma que quién? ¿La que conociste o la que tu mamá quiere?

No respondió. Se fue a dormir sin mirarme.

Empecé a sentirme invisible. En el mercado, las vecinas murmuraban a mis espaldas. «La forastera no sabe ni cocinar», decían. Me dolía más de lo que quería admitir.

Un día recibí una llamada de mi hermana desde Xalapa.

—Mamá está peor —me dijo—. Deberías venir a verla.

Sentí un nudo en la garganta. Quise contarle todo lo que pasaba aquí, pero no pude. Solo le prometí que iría pronto.

Esa noche preparé una maleta pequeña y me senté en la cama junto a Mauricio.

—Me voy unos días a Xalapa —le dije—. Mi mamá me necesita.

Él asintió sin mirarme.

—Haz lo que quieras.

Doña Carmen ni siquiera salió de su cuarto para despedirse.

El viaje a Xalapa fue como despertar de una pesadilla. Mi madre me recibió con los brazos abiertos y lloramos juntas en la cocina mientras preparábamos café.

—No tienes por qué aguantar humillaciones —me dijo—. El amor no es eso.

Pasé una semana cuidando a mi madre y recordando quién era antes de perderme entre las expectativas ajenas. Cuando llegó el momento de regresar al pueblo, supe que algo tenía que cambiar.

Al volver, encontré la casa más fría que nunca. Mauricio estaba sentado en la sala, mirando el suelo.

—¿Cómo está tu mamá? —preguntó sin levantar la vista.

—Delicada —respondí—. Pero eso no es lo que quiero hablar contigo.

Me senté frente a él y respiré hondo.

—No puedo seguir así, Mauricio. No soy feliz aquí. No puedo ser la esposa perfecta que tu mamá espera ni cocinar como ella quiere. Si eso es lo único que te importa… entonces mejor terminemos esto ahora.

Mauricio levantó la cabeza y vi lágrimas en sus ojos por primera vez desde que nos casamos.

—Yo tampoco soy feliz —admitió—. Siento que te estoy perdiendo y no sé cómo arreglarlo.

Nos quedamos en silencio largo rato. Al final, decidimos separarnos por un tiempo. Yo regresé a Xalapa para cuidar a mi madre y reencontrarme conmigo misma.

A veces pienso en esa noche fatídica de los tamales y me doy cuenta de que no fue solo la comida: fue todo lo que nunca supimos decirnos, todo lo que dejamos pudrirse bajo la superficie hasta que explotó.

Ahora miro hacia atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres han callado sus sueños por cumplir expectativas ajenas? ¿Cuántos matrimonios se han roto por no saber escucharse?

¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena sacrificar nuestra esencia por encajar en moldes ajenos?