No le conté a mi esposo sobre mi aumento – y él se fue de casa
—¿Otra vez llegaste tarde, Mariana? —me preguntó Luis, con ese tono que mezcla cansancio y resignación, mientras dejaba caer su mochila en el sillón viejo de la sala.
No respondí. Me limité a mirar la olla de frijoles burbujeando en la estufa, como si el vapor pudiera llevarse mis pensamientos. Había tenido un día largo en la oficina del banco, pero no era el cansancio físico lo que me pesaba, sino el secreto que llevaba semanas guardando.
Luis y yo llevábamos juntos casi diez años. Nos conocimos en la universidad pública de Medellín, cuando ambos soñábamos con cambiar el mundo. Pero la vida real llegó rápido: trabajos mal pagados, cuentas atrasadas, promesas rotas. Él siempre fue más soñador que yo, y últimamente su optimismo se había convertido en imprudencia. Hace seis meses perdió su empleo como profesor de historia y desde entonces los días se llenaron de excusas y proyectos que nunca despegaban.
Yo, en cambio, trabajaba horas extras en el banco, soportando jefes gritones y clientes impacientes. Hace un mes, mi jefe me llamó a su oficina:
—Mariana, tu esfuerzo no ha pasado desapercibido. A partir del próximo mes tendrás un aumento del 20%. Felicitaciones.
Sentí una mezcla de alivio y miedo. Alivio porque podríamos respirar un poco mejor; miedo porque sabía lo que ese dinero significaba para Luis. No era solo dinero: era orgullo, era poder, era el recordatorio de que yo sostenía el hogar mientras él seguía buscando su lugar.
Esa noche, cuando llegué a casa con la noticia en la punta de la lengua, lo encontré viendo fútbol con una cerveza barata. Me miró y sonrió, como si nada estuviera mal. No pude decirle. No quise herirlo más.
Así empezó mi mentira. Empecé a guardar parte del dinero extra en una cuenta secreta. Compré algunas cosas para la casa —una licuadora nueva, zapatos para nuestra hija Valentina— y el resto lo guardaba «por si acaso». Luis nunca preguntó de dónde salía el dinero; tal vez no quería saber.
Pero las mentiras pesan. Una tarde, mientras doblaba ropa en el cuarto, escuché a Luis hablando por teléfono:
—Sí, mamá, todo bien… Mariana está trabajando mucho… Sí, yo sigo buscando… No, no necesitamos nada…
Colgó y me miró con ojos tristes.
—¿Por qué no me cuentas nada? —me preguntó de repente—. Siento que cada día estás más lejos.
Quise abrazarlo, decirle la verdad, pero me quedé callada. El miedo a su reacción era más fuerte que mi deseo de sinceridad.
Las semanas pasaron y la tensión creció. Luis empezó a salir más seguido con sus amigos del barrio. Llegaba tarde, a veces olía a trago barato. Yo me refugiaba en Valentina y en mi trabajo. Una noche, después de una discusión por una factura vencida, exploté:
—¡No puedo más con esto! ¡No soy tu madre ni tu salvadora! ¡Haz algo con tu vida!
Luis me miró como si no me reconociera.
—¿Eso piensas de mí? —susurró—. ¿Que soy una carga?
No respondí. Él se encerró en el cuarto y yo lloré en silencio en la cocina.
Al día siguiente, encontré su lado del armario vacío. Sobre la mesa había una nota escrita con su letra apurada:
«Mariana,
No sé en qué momento nos perdimos. Siento que ya no confías en mí ni yo en ti. Me voy por un tiempo. Cuida a Valentina.
Luis»
El mundo se me vino abajo. Valentina preguntó por su papá durante días; yo inventaba excusas mientras trataba de no derrumbarme frente a ella.
Pasaron semanas antes de que Luis me llamara. Nos vimos en un café pequeño cerca del parque de Envigado. Él estaba más flaco y ojeroso.
—¿Por qué no me dijiste lo del aumento? —me preguntó sin rodeos.
Me quedé helada.
—¿Cómo lo supiste?
—Mi primo trabaja en el banco —respondió—. Me contó sin saber que era secreto.
Bajé la mirada, avergonzada.
—No quería herirte… Pensé que si te lo decía te sentirías menos hombre…
Luis suspiró largo.
—¿Y crees que así me siento mejor? ¿Que esconderme las cosas es protegerme?
Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera llovía fuerte y los carros pasaban levantando agua sucia.
—No sé cómo arreglar esto —dije al fin—. Solo sé que estoy cansada de cargar sola con todo.
Luis asintió despacio.
—Yo también estoy cansado… Pero mentirnos no es la salida.
Nos despedimos sin abrazos ni promesas. Volvió a casa unas semanas después, pero algo se había roto entre nosotros. Empezamos terapia de pareja; algunos días parece que avanzamos, otros siento que estamos al borde del abismo.
A veces me pregunto: ¿vale la pena callar para proteger al otro? ¿O es peor vivir con el peso de lo no dicho? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?