El jardín que no pedí: Cómo me convertí en madre de los hijos de mi hermano y lo que eso hizo con mi familia
—¡No, mamá! ¡No quiero irme contigo! —gritó Camila, aferrándose a la pierna de su abuela mientras yo, temblando, intentaba convencerla de que todo estaría bien. Eran las tres de la mañana y la casa olía a café recalentado y a miedo. Mi madre lloraba en silencio, mi padre no decía nada, y yo sentía que el mundo se me caía encima.
Todo comenzó con esa llamada. Mi hermano Julián, el menor, siempre fue el rebelde, el que buscaba atajos y terminaba en problemas. Pero nunca imaginé que su vida terminaría así: detenido por la policía, acusado de robo y abandono de sus hijos. Cuando la trabajadora social me preguntó si podía hacerme cargo de Camila y Tomás, sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos. ¿Cómo iba a cuidar a dos niños cuando apenas podía con mi propia vida?
—No puedo, mamá —le susurré esa noche—. No sé ser madre. No sé si quiero serlo.
Pero la mirada de Camila, sus ojos grandes llenos de miedo y rabia, me atravesaron. Tomás, apenas un bebé de dos años, lloraba sin consuelo. Nadie más en la familia podía hacerse cargo. Mi hermano mayor vive en Chile, mi hermana en Estados Unidos. Yo era la única.
Así empezó todo. De un día para otro, mi pequeño departamento en Ciudad de México se llenó de juguetes rotos, mochilas sucias y gritos nocturnos. Camila no me hablaba; Tomás se orinaba en la cama cada noche. Yo iba al trabajo con ojeras y el corazón apretado. Mis amigas dejaron de invitarme a salir; mi novio terminó conmigo porque «no estaba listo para ser papá».
Las primeras semanas fueron un infierno. Camila me odiaba. Me culpaba por no ser su mamá ni su papá. Una noche, mientras le preparaba sopa instantánea porque no tenía tiempo ni dinero para más, me gritó:
—¡Tú no eres nadie! ¡Quiero a mi papá!
No supe qué decirle. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el piso frío.
Los problemas no tardaron en llegar. La escuela llamó porque Camila golpeó a una compañera. Tomás dejó de hablar por semanas. Mi jefe empezó a insinuar que mi rendimiento bajaba. Mi madre me reprochaba por teléfono:
—¿Ves? Por eso te dije que no te metieras en problemas ajenos.
Pero ¿cómo podía dejar a esos niños solos? ¿Cómo podía mirar a otro lado?
Un día, encontré a Camila escondida bajo la mesa del comedor con una foto arrugada de Julián.
—¿Por qué mi papá no viene? —me preguntó con voz quebrada.
No supe mentirle.
—Tu papá está enfermo, Cami. Pero te prometo que aquí vas a estar segura.
Ella me miró con desconfianza, pero esa noche se dejó abrazar por primera vez.
La familia empezó a fracturarse. Mi madre dejó de visitarnos; decía que no soportaba ver «cómo esos niños le recordaban el fracaso de Julián». Mi padre se refugió en el trabajo y apenas llamaba. Mis hermanos desde lejos opinaban mucho pero ayudaban poco.
En el barrio, las vecinas murmuraban:
—Ahí va la que recogió a los hijos del ladrón…
Me dolía, pero aprendí a ignorar los comentarios. Lo importante eran Camila y Tomás.
Con el tiempo, las cosas empezaron a cambiar. Conseguí ayuda psicológica gratuita para los niños en una ONG del centro. Aprendí a cocinar arroz con pollo y a hacer tareas de primaria otra vez. Camila empezó a traerme dibujos: primero eran garabatos oscuros, luego aparecieron flores y soles.
Pero cada avance traía una recaída. Un día recibí una carta del juzgado: Julián pedía ver a sus hijos desde la cárcel. Mi madre insistía en que debía llevarlos; yo temblaba solo de pensarlo.
—¿Y si los lastima otra vez? —le pregunté.
—Es su padre —respondió ella—. No puedes negárselo.
Llevé a los niños al penal un sábado gris. Camila se quedó muda; Tomás lloró todo el tiempo. Julián estaba demacrado, pero intentó sonreírles.
—Perdón, hermanita —me dijo al despedirnos—. No quería esto para ti.
No contesté. Salimos del penal bajo la lluvia y esa noche Camila volvió a orinarse en la cama después de meses sin hacerlo.
A veces sentía que todo era inútil. Que nunca iba a sanar el dolor de esos niños ni el mío propio. Pero otras veces, cuando veía a Tomás reírse viendo caricaturas o a Camila abrazar a su nueva amiga en la escuela, sentía una chispa de esperanza.
La familia nunca volvió a ser igual. Mi madre enfermó y apenas nos hablábamos; mis hermanos seguían lejos; Julián sigue preso y yo… yo aprendí a ser madre sin haberlo planeado nunca.
Hoy Camila tiene nueve años y Tomás cinco. No sé si algún día me verán como algo más que la tía que los rescató del abandono. Pero cada vez que me llaman «mamá» por error, siento que algo en mí se repara un poco más.
A veces me pregunto: ¿Puede el amor realmente curar lo que otros destruyeron? ¿Vale la pena sacrificar tus sueños por salvar una familia rota? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?