Hermanas: El Precio de la Ausencia

—¡Siempre te sales con la tuya, Mariana! —grité, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras la puerta del cuarto se cerraba de golpe tras ella.

Era una tarde calurosa en nuestro pequeño departamento en el centro de Lima. El bullicio de la calle se colaba por la ventana, pero dentro de esas cuatro paredes solo se escuchaban nuestros gritos. Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, apretaba los labios y miraba al vacío, como si quisiera desaparecer. Desde que papá se fue, cuando yo tenía ocho años, la casa se llenó de silencios incómodos y miradas que decían más que cualquier palabra.

Mi hermana Mariana siempre fue la favorita. O al menos así lo sentía yo. Era la mayor, la responsable, la que sacaba buenas notas y ayudaba a mamá a vender empanadas los fines de semana. Yo, Lucía, era la rebelde, la que llegaba tarde del colegio y se escapaba a jugar fútbol con los chicos del barrio. Mamá decía que me parecía a papá: “Igualita de terca”, murmuraba cada vez que discutíamos.

Recuerdo el día en que papá hizo su maleta y se fue. No hubo despedidas ni abrazos. Solo un portazo y el eco de la voz de mamá gritando: “¡Cobarde! ¡No sabes lo que es ser padre!” Mariana lloró toda la noche. Yo me quedé despierta, mirando el techo, preguntándome si algún día volvería. Pero nunca volvió.

Con el tiempo, aprendimos a sobrevivir sin él. Mamá trabajaba limpiando casas y vendiendo comida en la esquina. Mariana se convirtió en su mano derecha. Yo… bueno, yo solo quería sentirme vista. A veces pensaba que si desaparecía nadie lo notaría.

Una tarde, mientras ayudaba a mamá a pelar papas, le pregunté:
—¿Por qué papá se fue?
Ella suspiró y me miró con cansancio:
—A veces los hombres no saben quedarse, Lucía. No es tu culpa.
Pero yo sentía que sí lo era. Que si hubiera sido mejor hija, él no se habría ido.

Los años pasaron y la distancia entre Mariana y yo creció. Ella entró a la universidad con una beca; yo apenas terminé el colegio. Empecé a trabajar en una tienda para ayudar en casa, pero nada era suficiente para ganarme una palabra amable de mamá. Todo era para Mariana: los mejores platos de comida, las felicitaciones, los abrazos. Yo solo recibía reproches.

Una noche, mientras cenábamos en silencio, Mariana anunció:
—Me ofrecieron una pasantía en México. Me voy el próximo mes.
Mamá sonrió orgullosa y le sirvió más arroz.
—Sabía que ibas a lograrlo, hija.
Yo sentí un nudo en la garganta. Nadie me preguntó cómo me sentía. Nadie notó mis ojos húmedos.

Cuando Mariana se fue, la casa se volvió aún más fría. Mamá apenas hablaba conmigo. Yo trabajaba doble turno y llegaba tan cansada que ni siquiera cenaba. Una tarde, recibí una llamada inesperada:
—Lucía… soy Mariana —su voz sonaba lejana—. ¿Cómo está mamá?
—Igual —respondí seca—. No pregunta por ti.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Y tú? ¿Cómo estás?
Me mordí los labios para no llorar.
—Bien. Como siempre.

Pasaron meses sin noticias suyas. Hasta que un día, mamá enfermó gravemente. El hospital era caro y el dinero no alcanzaba. Llamé a Mariana desesperada:
—¡Tienes que venir! Mamá está muy mal.
Ella llegó dos días después, con ojeras y el rostro demacrado. Nos abrazamos por primera vez en años. En el hospital, mientras mamá dormía conectada a tubos y máquinas, Mariana me tomó la mano:
—Perdóname por irme…
Las lágrimas rodaron por mis mejillas.
—Yo solo quería ser suficiente para alguien…

Mamá murió esa noche. Nos quedamos solas en el mundo. El funeral fue sencillo; apenas unos vecinos y familiares lejanos vinieron a despedirse. Después del entierro, regresamos al departamento vacío. Mariana rompió el silencio:
—¿Qué vamos a hacer ahora?
La miré y sentí una mezcla de rabia y tristeza.
—No lo sé… pero no quiero seguir viviendo así.

Esa noche hablamos como nunca antes. Nos contamos secretos, miedos y sueños rotos. Descubrimos que ambas habíamos vivido con el mismo dolor: el miedo a no ser amadas, a repetir los errores de nuestros padres.

Con el tiempo, aprendimos a perdonarnos. Mariana decidió quedarse en Lima y juntas abrimos un pequeño negocio de empanadas en honor a mamá. No fue fácil; discutíamos mucho, pero esta vez había amor detrás de cada palabra dura.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto daño puede causar la ausencia de un padre y la falta de amor en una familia. Pero también sé que siempre hay esperanza si tenemos el valor de hablar desde el corazón.

¿Será posible romper el ciclo del abandono? ¿O estamos condenadas a repetir las heridas del pasado? ¿Ustedes qué piensan?