Y así sucedió… La historia de Emiliano
—¿Por qué lloras tanto, Emiliano? —La voz de mi abuela resonaba áspera, como si el llanto fuera un capricho y no la única forma que tenía de pedir auxilio.
No recuerdo el rostro de mi madre. Dicen que se fue la madrugada del segundo día, con las sandalias rotas y la mirada perdida. Nadie supo a dónde, ni por qué. Solo quedó su olor en la sábana y una carta arrugada que nunca me dejaron leer. Mi abuela, Doña Rosa, me crió en una casa de adobe al borde del monte, donde el viento silba historias que nadie quiere recordar.
Crecí escuchando susurros: «La madre de Emiliano era una muchacha loca, nunca quiso ese niño». Me miraban con lástima o con miedo, como si el abandono fuera contagioso. Mi abuela me repetía: «Aquí nadie te va a querer menos por lo que hizo tu madre». Pero yo sentía el hueco, ese frío que ni el sol de Chiapas podía calentar.
Mi infancia fue una sucesión de días iguales: tortillas calientes, el olor a leña, las manos ásperas de mi abuela lavando ropa en el río. Pero cada noche, cuando las luces del pueblo se apagaban, yo preguntaba en silencio: «¿Por qué me dejó? ¿Qué hice mal?»
En la escuela, los niños me llamaban «el huerfanito». Un día, Pedro, el hijo del carnicero, me empujó en el recreo:
—Tu mamá no te quiso porque eres feo —se burló.
Sentí rabia y vergüenza. Le lancé una piedra y terminé castigado. La maestra, Doña Leticia, me miró con compasión:
—No eres menos por no tener madre, Emiliano. Pero tienes que aprender a perdonar.
¿Cómo se perdona a quien nunca estuvo?
A los diez años, mi abuela enfermó. Las noches se llenaron de tos y rezos. Yo le preparaba té de manzanilla y le leía los salmos. Una tarde, mientras la cuidaba, me tomó la mano:
—Tienes que ser fuerte, mijo. La vida no es justa, pero tú puedes elegir no repetir la historia.
Cuando ella murió, el pueblo decidió qué hacer conmigo. Nadie quería un niño solo. Me llevaron con los Ramírez, una familia numerosa que vivía del café. Allí aprendí a cosechar bajo el sol ardiente y a callar mis preguntas. La señora Ramírez era estricta:
—Aquí todos trabajan. No hay tiempo para llorar por lo que no se tiene.
Pero yo lloraba en silencio cada noche, abrazando la camisa vieja de mi abuela.
Un día llegó al pueblo una mujer de la ciudad: Lucía. Era trabajadora social y buscaba niños para un programa de becas. Me eligió a mí por mis notas y porque «veía algo especial en mis ojos». Me llevó a Tuxtla Gutiérrez para estudiar secundaria. Por primera vez vi edificios altos y escuché acentos distintos.
En la ciudad sentí otro tipo de soledad. Los otros chicos tenían padres que los visitaban los domingos; yo solo tenía cartas sin remitente y recuerdos borrosos. Lucía intentó llenar ese vacío:
—Emiliano, tu historia no te define. Puedes ser quien quieras ser.
Pero yo seguía buscando a mi madre en cada rostro desconocido por la calle.
A los dieciséis años encontré la carta que mi abuela había escondido. Temblando, la abrí:
«Perdóname, Emiliano. No supe cómo amarte ni cómo quedarme. El miedo fue más grande que yo. Ojalá algún día puedas entenderme.»
Lloré como nunca antes. Por primera vez sentí compasión por esa mujer asustada que huyó dejando atrás a su hijo.
La rabia se transformó en preguntas: ¿Cuántas mujeres en nuestro país huyen porque no tienen apoyo? ¿Cuántos niños crecen sintiéndose culpables por decisiones ajenas?
Decidí estudiar psicología para entender el dolor y ayudar a otros como yo. En la universidad conocí a Mariana, una joven de Oaxaca con una historia parecida. Nos hicimos amigos inseparables; juntos fundamos un grupo de apoyo para jóvenes sin familia.
Una tarde, después de una reunión emotiva donde una chica contó cómo su madre la abandonó para cruzar a Estados Unidos, Mariana me dijo:
—¿Alguna vez has pensado en buscarla?
—A veces —respondí—. Pero tengo miedo de lo que pueda encontrar.
—Quizá ya encontraste lo más importante: tu propia voz.
Hoy tengo veinticinco años y trabajo en una ONG que apoya a madres solteras y niños abandonados en Chiapas y Oaxaca. Cada vez que escucho una historia como la mía, siento que el círculo se cierra un poco más.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a mi madre o si ese vacío siempre será parte de mí. Pero he aprendido que el amor puede nacer del dolor y que la familia se construye también con quienes elegimos.
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez ese hueco en el pecho? ¿Creen que es posible sanar las heridas del abandono?