Diez años juntos y un padre que lo arruinó todo
—¡No quiero que ese hombre vuelva a gritarle a mis hijos! —La voz de Mariana retumbó en la cocina, tan fría como el mate olvidado sobre la mesa.
Yo me quedé parado, con las manos temblando y el corazón apretado. Afuera, el viento del invierno cordobés sacudía las ramas del paraíso. Mi viejo, sentado en la galería, mascullaba insultos entre dientes, como si el mundo entero le debiera algo. Y yo, en el medio, sintiéndome otra vez el chico de ocho años que no podía defenderse.
—Mariana, por favor… —intenté acercarme, pero ella retrocedió—. Es mi papá. No puedo echarlo a la calle.
—¡Pero sí puedes ponerle límites! —me interrumpió, con los ojos llenos de lágrimas y furia—. ¡No quiero que mis hijos crezcan con miedo!
Eso fue hace dos semanas. Ahora la casa está vacía. Mariana se fue con los chicos a lo de su mamá en Río Cuarto. Yo me quedé solo, en este caserón que levantamos con tanto esfuerzo, escuchando el tic-tac del reloj y preguntándome en qué momento todo se fue al carajo.
Me llamo Nicolás. Tengo treinta y cuatro años y toda mi vida pensé que la familia era lo más importante. Pero nunca imaginé que mi propio padre sería quien la destrozaría.
Mi viejo siempre fue duro. Nació en el campo, trabajó desde chico, y nunca aprendió a pedir perdón. Cuando yo era chico, los gritos eran parte del paisaje: «¡Hacete hombre!», «¡No llores como una nena!», «¡La vida es dura!». Yo juré que sería distinto con mis hijos. Pero cuando Mariana quedó embarazada del primero, él se apareció en casa con una caja de herramientas y una advertencia: «No los malcríes».
Al principio, Mariana lo soportaba. Decía que era cosa de viejos, que ya se le iba a pasar. Pero después vinieron los comentarios: «Ese nene es muy sensible», «A ese chico le falta mano dura». Y yo… yo no decía nada. Me quedaba callado porque era mi papá, porque me daba miedo enfrentarlo.
La gota que rebalsó el vaso fue hace un mes. Mi hijo mayor, Tomás, rompió sin querer un vaso jugando a la pelota adentro. Mi viejo lo agarró del brazo y le gritó tan fuerte que el nene se hizo pis encima. Mariana lo vio todo. Esa noche dormimos en silencio. Al día siguiente, ella me miró fijo y me dijo:
—O él o nosotros.
No supe qué responderle. Me sentí traicionado por todos: por mi papá, por Mariana, por mí mismo. ¿Cómo elegir entre el hombre que me dio la vida y la familia que construí?
Los días siguientes fueron un infierno. Mariana lloraba a escondidas. Los chicos andaban callados, esquivando a su abuelo como si fuera un monstruo. Yo trataba de mediar, pero cada vez que intentaba hablar con mi viejo, él se ponía peor:
—¡Ahora resulta que la culpa es mía! —gritaba—. ¡En mis tiempos los chicos respetaban!
—Papá, no podés tratar así a los nenes…
—¡Vos sos un blando! Por eso te pasan por arriba.
Y así una y otra vez. Hasta que Mariana hizo las valijas y se fue.
El día que se fue llovía. Los chicos lloraban en silencio mientras ella metía ropa en las mochilas. Yo intenté detenerla:
—Mariana, por favor…
—Ya está, Nico —me dijo sin mirarme—. No puedo más.
Vi cómo subían al auto y desaparecían bajo la lluvia. Me quedé parado en la puerta, empapado y vacío.
Mi viejo no dijo nada ese día. Se encerró en su pieza y no salió hasta la noche. Cuando lo vi sentado frente al televisor apagado, supe que tampoco estaba bien.
—¿Contento ahora? —le dije sin poder contenerme.
Él me miró con esos ojos duros de siempre, pero esta vez había algo distinto: miedo.
—No pensé… —balbuceó—. No pensé que se iban a ir.
—¿Y qué esperabas? —le grité—. ¡Les tenés miedo a los sentimientos! ¡A todo lo que no podés controlar!
Esa noche dormí en el sillón. Soñé con los chicos corriendo por el patio, con Mariana riéndose mientras preparaba tortas fritas los domingos de lluvia. Me desperté solo, con el pecho apretado.
Pasaron los días y la casa se llenó de silencio. El olor a comida casera desapareció. El cuarto de los chicos quedó intacto: juguetes tirados, dibujos pegados en la pared, una campera olvidada sobre la cama.
Intenté llamarla varias veces. Al principio no atendía. Después me mandó un mensaje:
«Necesito tiempo para pensar. Los chicos están bien».
Mi mamá murió cuando yo tenía quince años. Siempre pensé que mi viejo era así porque nunca supo cómo amar después de perderla. Pero ahora me doy cuenta de que yo también heredé ese miedo: el miedo a decir lo que siento, a poner límites, a elegir lo correcto aunque duela.
Una tarde fui a buscarlo al galpón donde arregla cosas viejas para venderlas en la feria.
—Pa…
No levantó la vista del banco de trabajo.
—¿Qué querés?
—Necesito que te vayas —le dije bajito—. Necesito arreglar las cosas con Mariana y los chicos.
Por un momento pensé que iba a explotar de bronca, pero solo suspiró y asintió con la cabeza.
—Ya estoy grande para andar molestando —murmuró—. Nunca quise hacerles daño.
Lo ayudé a juntar sus cosas y lo llevé hasta la terminal de ómnibus. Nos despedimos sin abrazos ni palabras dulces; solo un apretón de manos torpe y una mirada larga.
Volví a casa sintiéndome más solo que nunca, pero también más liviano.
Esa noche le mandé un mensaje a Mariana:
«Mi papá ya no está acá. Quiero hablar cuando puedas».
Pasaron varios días hasta que respondió:
«Necesito tiempo todavía».
Ahora espero. Cada día es una batalla contra la culpa y el silencio. A veces pienso en vender la casa e irme lejos; otras veces sueño con volver a ser esa familia feliz aunque sea por un rato más.
No sé si algún día Mariana va a volver conmigo o si mis hijos van a perdonarme por no haberlos protegido antes. Lo único que sé es que el machismo y el miedo nos robaron diez años de felicidad.
¿Vale la pena seguir repitiendo los errores de nuestros padres? ¿O es hora de romper el círculo antes de perderlo todo para siempre?