Siete años bajo el mismo techo con mi suegra: ¿Por qué mi hermana cree que todo se lo merece?

—¡Mariana, otra vez no hay leche! ¿Por qué nunca piensas en los demás? —gritó Camila desde la cocina, mientras yo apenas abría los ojos después de una noche sin dormir por el llanto de mi hijo pequeño.

Me quedé en silencio, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta. Siete años bajo el mismo techo, siete años escuchando los mismos reproches, las mismas quejas, las mismas exigencias de mi hermana menor. Camila siempre ha sido así: la víctima eterna, la que nunca tiene la culpa de nada, la que espera que todos le resuelvan la vida. Y yo, por mucho tiempo, fui su salvavidas.

Todo comenzó cuando papá murió en un accidente de tránsito en la carretera a Toluca. Mamá no pudo con el dolor y se fue a vivir con una tía en Veracruz, dejándonos a Camila y a mí solas en la Ciudad de México. Yo tenía 27 años y ya estaba casada con Andrés; Camila apenas cumplía 20 y no quería quedarse sola. «Solo será por unos meses, hasta que encuentre trabajo», me dijo con esa voz temblorosa que siempre usaba para conseguir lo que quería.

Andrés aceptó a regañadientes. Nuestra casa era pequeña, pero él sabía que yo no podía dejar a Camila en la calle. Lo que nunca imaginé es que esos meses se convertirían en años, y que la presencia de Camila sería como una sombra oscura sobre nuestra familia.

Al principio, intenté ayudarla en todo: le conseguí entrevistas de trabajo, le presté ropa, incluso le pagué un curso de inglés. Pero nada era suficiente. Siempre había una excusa: «No me llamaron porque seguro ya tenían a alguien», «No puedo ir sola, me da miedo», «Ese trabajo es muy lejos». Mientras tanto, yo trabajaba doble turno en la farmacia y Andrés hacía horas extra como chofer de Uber para poder pagar las cuentas.

La situación empeoró cuando mi suegra, Doña Rosa, se quedó viuda y no tuvo a dónde ir. Andrés insistió en traerla a casa. Ahora éramos cinco personas en un departamento de dos habitaciones. La tensión era insoportable.

Doña Rosa y Camila nunca se llevaron bien. Mi suegra es una mujer dura, acostumbrada a luchar sola desde joven en Oaxaca. No soporta la flojera ni las excusas. «Esa muchacha necesita un buen jalón de orejas», me decía cada vez que veía a Camila tirada en el sillón viendo telenovelas.

Una tarde, llegué agotada del trabajo y encontré a Doña Rosa y Camila discutiendo a gritos:

—¡Ya basta! ¡No soy tu sirvienta! —gritaba Doña Rosa.
—¡Tú siempre me tratas mal porque no soy tu hija! —respondía Camila entre lágrimas.

Andrés intentó mediar, pero terminó saliendo de la casa dando un portazo. Yo me senté en la cama y lloré en silencio. Sentía que mi familia se desmoronaba y no sabía cómo detenerlo.

Los días pasaban y la situación solo empeoraba. Camila empezó a salir más seguido con amigas del barrio y regresaba tarde, sin avisar. Un día llegó llorando porque había perdido su celular. «¿Y ahora quién me va a comprar otro?», preguntó mirándome como si fuera mi responsabilidad.

Intenté hablar con ella:

—Camila, tienes que empezar a hacerte cargo de tus cosas. No puedo seguir resolviéndote todo.
—¿Ahora resulta que soy una carga? —me gritó—. ¡Siempre te creíste mejor que yo solo porque tienes marido e hijos!

Sus palabras me dolieron más de lo que imaginaba. Yo solo quería ayudarla, pero sentía que cada intento era una puñalada en el corazón.

Un domingo, mientras desayunábamos todos juntos (o al menos lo intentábamos), Doña Rosa soltó una bomba:

—Mariana, ya es hora de que pongas límites en tu casa. Aquí nadie es niña chiquita.

Camila se levantó furiosa y se encerró en el baño. Andrés me miró con cansancio:

—No podemos seguir así. Esto nos está destruyendo.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté en qué momento mi vida se había convertido en una batalla constante por mantener la paz entre todos. ¿Era justo sacrificar mi matrimonio y mi tranquilidad por proteger a mi hermana?

Las cosas llegaron al límite cuando descubrí que Camila había tomado dinero de mi cartera sin avisar. No era mucho, pero fue la gota que derramó el vaso.

La enfrenté:

—¿Por qué lo hiciste?
—¡Tenía que pagar unas cosas! ¡Tú tienes más dinero que yo!
—Eso no te da derecho a tomar lo que no es tuyo.

Lloró, gritó, me acusó de ser egoísta. Pero por primera vez no cedí. Le dije que tenía dos meses para buscar otro lugar donde vivir.

La noticia cayó como bomba en la familia. Mi mamá llamó desde Veracruz para decirme que era una mala hermana. Mi tía me escribió mensajes llenos de reproches. Pero yo ya no podía más.

Camila se fue dos meses después, entre lágrimas y reproches. La casa se sintió extrañamente vacía al principio, pero poco a poco recuperamos la paz. Andrés volvió a sonreír. Doña Rosa dejó de pelearse con todos. Yo aprendí a poner límites, aunque me doliera.

Hoy, después de siete años bajo el mismo techo con mi suegra y mi hermana, entiendo que el amor propio también significa saber decir basta. Camila sigue creyendo que el mundo le debe algo, pero yo ya no soy su salvavidas.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debemos sacrificarnos por la familia? ¿Es egoísmo pensar primero en uno mismo? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?