El peso del amor: Cuando ayudar se convierte en daño

—¡Emiliano, por favor, no llegues tarde otra vez! —grité desde la cocina, mientras el reloj marcaba las once y media de la noche y la lluvia golpeaba los cristales del pequeño departamento en la colonia Narvarte. Mi voz temblaba, no solo por el miedo a que algo le pasara, sino por la rabia contenida que me quemaba el pecho.

Él apareció en la puerta, empapado, con los ojos rojos y el ceño fruncido. —Ya te dije que no soy un niño, mamá. ¿Por qué no puedes confiar en mí? —me lanzó la mochila a los pies y se encerró en su cuarto, dejando tras de sí un silencio denso, casi insoportable.

Me quedé ahí, con las manos mojadas de lavar los trastes y el corazón apretado. Emiliano tiene 27 años y aún vive conmigo. Desde que su papá nos dejó para irse con otra mujer a Veracruz, hace ya más de diez años, he sentido que todo depende de mí. Que si yo no lo cuido, nadie más lo hará. Pero últimamente siento que mi amor se ha vuelto una cadena para él… y para mí.

No siempre fue así. Cuando Emiliano era niño, era mi orgullo: el más aplicado del salón, el que nunca se metía en problemas. Pero después del abandono de su padre, algo cambió en él. Se volvió retraído, inseguro. Yo traté de compensar su dolor dándole todo lo que podía: tiempo, atención, incluso dinero cuando empezó a faltar al trabajo y a gastar en cosas que nunca me quiso explicar.

—Mamá, ¿me puedes prestar para el Uber? Se me hizo tarde para la entrevista —me pidió hace unas semanas, con esa voz dulce que usaba cuando era pequeño. Yo le di el dinero sin preguntar, aunque sabía que probablemente no iría a ninguna entrevista. ¿Cómo negarme? Si yo no lo ayudo, ¿quién lo hará?

Pero esa noche, mientras escuchaba sus pasos arrastrados por el pasillo, sentí una punzada de rabia. ¿Hasta cuándo iba a cargar con él? ¿Hasta cuándo iba a justificar sus fracasos y su apatía? Mi hermana Lucía siempre me lo decía: —Lo estás malcriando, Leticia. Tienes que dejarlo volar aunque se caiga.

Pero yo no podía. O no quería. Porque si él se caía, sentía que era mi culpa.

Una tarde de domingo, Lucía vino a visitarnos. Traía una bolsa de pan dulce y ese aire de superioridad que siempre me irritaba.

—¿Y Emiliano? —preguntó mientras servía café.

—Durmiendo —respondí sin mirarla.

—Leti, tienes que hablar con él en serio. Ya no es un niño. No puedes seguir resolviéndole la vida.

—¿Y si le pasa algo? ¿Y si termina como su papá?

Lucía suspiró. —No puedes vivir con ese miedo toda la vida. Tarde o temprano va a tener que enfrentarse solo al mundo.

Esa noche me atreví a tocar la puerta del cuarto de Emiliano.

—¿Podemos hablar?

Él estaba acostado boca abajo, mirando el celular. No me miró.

—Emiliano… yo solo quiero ayudarte. Pero siento que te estoy haciendo daño.

Él soltó una risa amarga.

—¿Ayudarme? Mamá, ni siquiera me dejas respirar. Todo el tiempo estás encima de mí. No confías en mí para nada.

Me senté en la orilla de la cama y sentí las lágrimas subir como una marea imparable.

—Tengo miedo de perderte —le confesé en voz baja—. Desde que tu papá se fue…

Él se incorporó y por primera vez en mucho tiempo me miró a los ojos.

—No soy él, mamá. Pero tampoco soy un niño. Déjame equivocarme.

No supe qué decirle. Me quedé ahí, sintiendo el peso de mis errores como una losa sobre los hombros.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Emiliano empezó a salir más seguido; a veces regresaba tarde, otras ni siquiera avisaba dónde estaba. Yo luchaba contra el impulso de llamarle cada hora, pero me mordía los labios y me obligaba a esperar.

Una noche no regresó. El reloj marcó las tres de la mañana y yo ya había llamado a todos sus amigos sin obtener respuesta. El miedo me paralizaba: ¿y si le había pasado algo? ¿Y si estaba tirado en alguna calle?

Cuando por fin llegó, al amanecer, traía el rostro desencajado y ojeras profundas.

—¿Dónde estabas? —le grité entre sollozos—. ¡Estaba muerta de miedo!

Él me abrazó torpemente.

—Fui a casa de un amigo… necesitaba pensar. Mamá, tienes que dejarme vivir mi vida.

Esa mañana entendí que mi amor se había convertido en una prisión para ambos. Que mi miedo era tan grande que no lo dejaba crecer… ni a él ni a mí.

Empecé a ir a terapia en el centro comunitario del barrio. La psicóloga me dijo algo que nunca olvidaré:

—Leticia, amar también es soltar. Si no lo haces, nunca sabrás si tu hijo puede volar solo.

Poco a poco empecé a soltar las riendas: dejé de darle dinero sin preguntar; le pedí que buscara trabajo y pagara una parte del alquiler; empecé a salir con amigas y a retomar mis clases de baile folclórico los sábados por la tarde.

No fue fácil. Hubo días en los que sentí que el corazón se me partía al verlo frustrado o triste; noches en las que lloré en silencio por miedo a estar perdiéndolo para siempre.

Pero también hubo momentos hermosos: como cuando Emiliano llegó un día con una bolsa de pan dulce y me dijo:

—Hoy invito yo, mamá.

O cuando me abrazó después de una discusión y me susurró:

—Gracias por confiar en mí… aunque te cueste trabajo.

Hoy Emiliano sigue viviendo conmigo, pero nuestra relación ha cambiado. Ya no soy su salvavidas; soy su madre, sí, pero también una mujer capaz de vivir su propia vida.

A veces me pregunto si hice bien o mal; si debí soltarlo antes o si debí protegerlo más tiempo. Pero sé que amar también es aprender a dejar ir… aunque duela.

¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Cuándo ayudar se convierte en daño?