Cuando mi hija vino a verme: El abandono silencioso en los hospitales de México
—¿Por qué nadie viene a verme?—me pregunté, mirando el techo descascarado de la habitación 312 del Hospital General de la Ciudad de México. El reloj marcaba las tres de la tarde y, como cada día desde que me internaron por una neumonía, esperaba escuchar pasos familiares en el pasillo. Pero solo llegaba el eco de las enfermeras y el olor a desinfectante barato.
Mi nombre es Carmen Ramírez. Tengo 74 años y, aunque mi cuerpo ya no responde como antes, mi mente sigue tan viva como cuando era niña en Veracruz. Hace una semana me trajeron aquí porque mi tos no me dejaba respirar. Los doctores dicen que no es grave, pero que debo quedarme bajo observación. La verdad, lo que más me duele no es el pecho, sino el alma.
La primera semana fue llevadera. Las enfermeras —sobre todo Zoila, una muchacha morena y risueña— me trataban con cariño. Me contaban chismes del hospital y hasta me traían pan dulce escondido. Pero yo solo pensaba en Mariana, mi única hija. Ella vive en Iztapalapa, no tan lejos, pero desde que se casó con ese hombre frío y calculador, casi no la veo.
El viernes por la tarde, mientras intentaba leer una revista vieja, escuché una voz familiar en el pasillo:
—¿Dónde está mi mamá?—gritó Mariana, con ese tono impaciente que siempre usa cuando está nerviosa.
Sentí un nudo en la garganta. Por fin. Me acomodé el cabello y traté de sonreír cuando entró al cuarto. Venía acompañada de su esposo, Julián, un hombre alto y serio que apenas me saludó con la cabeza.
—Mamá, ¿cómo estás?—preguntó Mariana sin mirarme a los ojos.
—Aquí, hija… esperando verte—respondí con voz temblorosa.
Ella se sentó al borde de la cama y empezó a revisar su celular. Julián se quedó parado junto a la puerta, mirando el reloj como si tuviera prisa por irse. Intenté hacerles plática:
—¿Y los niños? ¿Por qué no vinieron?
Mariana suspiró.
—Están con la abuela paterna. No podían faltar a la escuela otra vez.
Sentí cómo me ardían los ojos. ¿Otra vez? ¿Acaso alguna vez habían venido?
La visita duró menos de quince minutos. Mariana me preguntó si necesitaba algo —sin esperar respuesta— y Julián le hizo señas para que se apurara. Antes de irse, Mariana me dejó una bolsa con galletas y un jugo.
—Cuídate, mamá. No te preocupes, cualquier cosa me llamas.
Pero yo no tengo celular. Nunca aprendí a usar uno.
Cuando se fueron, sentí un vacío más grande que nunca. Zoila entró poco después y me encontró llorando en silencio.
—¿Le pasa algo, doña Carmen?
Negué con la cabeza, pero ella se sentó a mi lado y me tomó la mano.
—No está sola. Aquí estamos para usted.
Esa noche no pude dormir. Recordé cuando Mariana era niña y yo trabajaba doble turno para darle lo mejor. Recordé sus cumpleaños, sus enfermedades, sus lágrimas cuando murió su papá. ¿En qué momento se volvió tan distante? ¿En qué fallé?
Los días siguientes fueron peores. Mariana no volvió a visitarme. Solo llamaba al hospital para preguntar si seguía viva. Las enfermeras decían que estaba ocupada con los niños y el trabajo. Pero yo sabía que era más fácil olvidarse de una madre vieja y enferma.
Un domingo por la mañana escuché una discusión en el pasillo:
—¡No es justo! ¡Mi mamá necesita atención!—gritaba una señora mayor a su hijo.
Me di cuenta de que no era la única abandonada. En cada cama había historias parecidas: Don Ernesto llevaba meses sin ver a sus hijos; Doña Lupita lloraba todas las noches porque su nuera le prohibía ver a sus nietos.
Una tarde, Zoila me trajo una carta escrita a mano:
“Perdón mamá por no estar contigo como antes. La vida se ha vuelto difícil y a veces siento que no puedo con todo. Te quiero mucho.”
Era de Mariana. Lloré al leerla, pero también sentí rabia. ¿Por qué nos acostumbramos a dejar solos a quienes nos dieron todo?
El día que me dieron de alta, nadie vino por mí. Zoila me ayudó a empacar mis cosas y me acompañó hasta la salida.
—¿Tiene a dónde ir, doña Carmen?
Asentí con la cabeza, aunque sabía que mi casa estaría tan vacía como mi corazón.
Ahora estoy aquí, sentada frente a la ventana de mi departamento en la colonia Doctores, viendo cómo cae la lluvia sobre los techos grises de la ciudad. Me pregunto si algún día Mariana entenderá lo que es sentirse sola en medio de tanta gente.
¿Será que los hijos olvidan tan fácil? ¿O será que nosotros, los viejos, esperamos demasiado? ¿Ustedes qué piensan?